Había un poco de resignación, una forma de consolación, y hasta de desahogo. Una sentencia contundente que, sin embargo, necesitaba de andamios para actuar en el melodrama del dominio público. “Pero” y “qué se le va hacer”, escoltaron el diálogo cotidiano de una sociedad adicta al lugar común como sedante contra la desgracia.

El dato duro como desenlace de un relato que no procuraba la lástima, ni el apapacho simplón de la misericordia, en la que el reclamo forma parte del pliego petitorio ante la injusticia y la desigualdad. El “es que somos muy pobres” convertido en serie ininterrumpida de la televisión gubernamental. Destino es origen. Entre las ruinas, hay voces.

El “aquí nos tocó vivir” desdeñaba los adverbios de tiempo y de lugar; el uso del adjetivo —tan antiperiodístico— y del matiz para “mitigar” los estragos de la realidad, que sólo es real en la sustancia del oficio: el sujeto. No allá, no en otro tiempo, no en tercera persona: aquí, en segunda persona del singular, en esta vida. En este mar de historias en el que los pobres alimentan, temporada tras temporada, horas de tiempo aire con apenas espacio para los anunciantes de otros templos.

Reportar es guardar anonimato. Las protagonistas son las palabras; nunca dichas por quien pregunta. Las únicas que valen pertenecen al que responde, ahora: en la desavenencia o en la derrota; en el festejo o en la locura. El presente es terreno del diarismo, que siempre encuentra espacio para el infortunio: de los necesitados es el reino de las cámaras y de las libretas.

Lo curioso del enunciado es el “tocó”, porque no juega al pretérito sino a una mansedumbre continua de la existencia en plural. Realidad irremediable; intransferible hasta el final de los tiempos: “Qué se le va hacer”. Sólo es dado contar. Liberar el quejido. Y seguir en el acto de obediencia del azar. Acatar lo establecido por la divinidad o lo que se le parezca: aquí, siempre es aquí; domicilio, docilidad sin recursos para el flete y la mudanza. Hebrea costumbre de llevar a cabo, sin aspavientos, el designio celestial para alcanzar la salvación; cuando aquí sea, por fin, allá.

En “aquí nos tocó vivir”, Cristina Pacheco —esa pluma pública— realizó el gran reportaje del lamento; crónica de la resistencia de quienes contraen el compromiso de llevar a cuestas la calamidad o la desdicha sin orgullo, pero con demoledora sinceridad: sólo el que carga el costal sabe lo que lleva dentro. Los entrevistados de la reportera no se ufanan de ser intérpretes de la lucha por la supervivencia; cuentan lo que sucede, y con natural franqueza.

No hay en ellos conmiseración ni condolencia; tampoco intentos de fuga a otra “vida”, menos lacerante o más llevadera: así nos tocó vivir. El “así” deja ver una imposición, un triunfo contra la adversidad: si no hay promesas, tampoco abandono. El éxito consiste en que las cosas no sean peores, porque, como diría Daniel Defoe, en cualquier momento pueden serlo.

La labor inimitable de Cristina Pacheco, cercana a la literatura de Juan Rulfo, abre varios signos de interrogación para la televisión pública mexicana. Tras su muerte, ¿los canales del Estado seguirán abiertos al periodismo que revela la realidad sin maquillajes de los más pobres? El gobierno, asumido como fiel enemigo de la libertad de prensa, ¿mantendrá al aire programas que contradigan su “versión de los hechos”? El Canal Once, hoy convertido en vehículo de propaganda, ¿asumirá su compromiso público ante una sociedad polarizada con conductores libres de censura o seguirá contratando a militantes bien portados y zalameros que cumplen funciones de portavoces del presidente y del partido en el poder?

Triste será volver a la sentencia de Cristina Pacheco, voz nítida de la transición a la democracia que es impensable sin crítica y sin descontento:

“Pero… Aquí nos tocó vivir, qué le vamos hacer…”

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