Para Hegel el Espíritu es la esencia real y absoluta que se sustenta en sí mismo. Lo que sucede en la pista del cuerpo corresponde al campo de la ética. El espíritu, en cambio, es una demora que se apresura en los 200 metros planos del ser: prisa que espera en movimiento, camino al Universo, a la porción del Universo que corresponde a cada uno; lo explore, o no. El héroe es lo sublime humano cobrando consciencia de sí mismo.

Los organizadores del concurso literario de los Juegos Olímpicos de Estocolmo 1912 se asombraron cuando leyeron el trabajo con el seudónimo de Georg Honrod; texto de un entusiasta concursante que tenía frescura y ritmo, un lejano portador de la Enciclopedia; un poco de Rousseau y un mucho de Diderot. Una prosa espiritual y, acaso, juglar.

La única base de la competencia fue que el trabajo, poético o literario, fuera dedicado al nuevo engranaje del Ser: el deporte, una tarea que daría sentido al siglo XX.

Los miembros del jurado determinaron que debería ganar uno sobre los demás, como en los campos del atletismo y en las aguas del remo y el canotaje; evocaciones del antiguo mundo griego que poblaba Europa desde el romanticismo alemán.

Cuando abrieron el sobre y leyeron el nombre real del atleta de las letras, se asombraron: era Pierre de Freddy, Barón de Coubertin, quien, como Voltaire, había quedado fascinado con la valoración británica del ejercicio como forma del entendimiento humano; Hume en pantalones cortos, cuerpo sano en mente sana. Más rápido, más alto, más fuerte. El fundador del olimpismo moderno escribió, entre paralelas:

“Oh, deporte, tú eres la paz. Tu estableces relaciones amables entre los pueblos, acercándolos en el culto de la fuerza controlada, organizada y dueña de sí misma. Por ti, la juventud universal aprende a respetarse y la diversidad de las cualidades naciones se convierte en fuente generosa de pacífica emulación…”

Luego, anticipándose a Albert Camus escribiría: “Nosotros somos los rebeldes”. Camus, como Jean Paul Sartre, apelaría a la libertad del No. El No como la elección más revolucionaria de la metafísica. El deporte, en cambió, sería la trascendencia del Espíritu: miles de atletas a lo largo del siglo —atroz y sobrepoblado de cruces— dejarían en claro que lo importante no era ganar sino participar de la competencia, el teatro entre iguales, en la que el mejor es el que saltó sus propios obstáculos.

En esos juegos, Jim Thorpe se convirtió en el más grande atleta de todos los tiempos, los antiguos y los modernos. Ganó el pentatlón y el decatlón. El rey de Suecia le diría en las distancias cortas al momento de premiarlo: “usted es el más grande de entre todos”. Thorpe asintió con modestia. Después sería —ningún profeta es dueño de su mar— apestado por sus compatriotas acusado, falsamente (como el Mesías) de cobrar por jugar. Le quitarían las medallas y lo mandarían a deambular como fantasma enfermo por las calles de la miseria. En Los Ángeles 32, los fariseos que lo habían escupido, le aplaudieron en el Coliseo sin pedir perdón por sus pecados. A su hija le devolverían simbólicamente los premios de Estocolmo y las enciclopedias le venerarían, por fin, como “el más grande de entre todos”.

Coubertin, como Rousseau, creyó en la especie. Lo mejor de los hombres puede encontrarse y exaltarse en el lugar de la batalla contra sí mismos: la preparación mística del cuerpo y la domesticación estoica del alma. Allí, en la soledad de la prueba de la existencia, el universo cobra sentido: la dureza de la prueba como purificación del ímpetu y la resistencia.

Hegel hubiera dicho: ¡El espíritu encuentra sus maneras para desplegarse, como los brazos de un atleta al viento que lo cobija y lo enternece!

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