En aquel 30 de septiembre el deporte cambió para siempre.
En la final del torneo de basquetbol de los Juegos Olímpicos de 1988 se enfrentaron dos países que ya no existen, la Unión Soviética y Yugoslavia. Todavía hace 35 años el mundo hablaba de Guerra Fría, de bipolaridad y de Este y Oeste. El teatro de las ideologías que dejó la Segunda Guerra Mundial estaba por venirse abajo.
Después de los boicots de ambas canchas de la política, en Moscú 80 y Los Ángeles 84, a Seúl asistieron las grandes potencias deportivas; con excepción de Cuba.
La historia llevaba su propio relato. Y, en esa narrativa, las fronteras estaban por corregirse con muchas raspaduras.
Dieciséis años después de vencer a Estados Unidos en la final de Múnich 72, los soviéticos se enfrentaron a los estadunidenses en una de las semifinales de Corea. Los vencieron 82-76. Los yugoslavos, en la otra, aplastaron 91-70 a los australianos. En la final, el último equipo del Objetivo Histórico acabó fácilmente con los balcánicos, 76-63.
Ninguno de los dos equipos volvería a pisar la duela olímpica. Al año siguiente, en noviembre de 1989, se derrumbaría el Muro de Berlín. Y con ese suceso, los naipes caerían vertiginosamente. En diciembre de 1991, quedaría hecho trizas el politburó y la URSS se convertiría en ceniza de la Revolución. La desintegración alcanzaría meses después a los países de “la órbita” y a un país construido sobre alfileres, Yugoslavia. La Guerra de los Balcanes recordó y superó el infierno del exterminio. La atrocidad encontró allí domicilio y sofisticación.
Irónicamente, entre los escombros del socialismo de Estado, el mundo se preparaba para poner en moda una palabra: globalidad.
Mientras la realpolitik jugaba su partido más intenso desde 1945, el deporte se alistaba a cambiar las reglas del mercado mundial: el 17 de abril de 1989 —ante la insistencia estadunidense de que sus equipos olímpicos pudieran ser integrados por jugadores profesionales— la Federación Internacional de Basquetbol aprobó que los astros de la NBA compitieran en los Juegos de Barcelona 92. Deportivamente, el delegado de Washington votó en contra de la petición.
Cuando el Dream Team llegó al mediterráneo el planeta era otro. Los derechos de televisión se encarecieron a niveles insospechados, la venta de souvenirs aumentó en muchos ceros y los patrocinadores fueron, ahora sí, universales. Su primer partido, ante Angola, superó, por mucho, los viejos niveles de audiencia. Michael Jordan, Larry Bird y Magic Johnson, entre muchas estrellas, se volvieron marcas registradas del nuevo orden económico.
El deporte era, por fin, un hecho mundial. El final de las ideologías abría paso al mercado libre y a tratados comerciales internacionales de alto calibre. Poco después se conformaría la Unión Europea, el Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá. Y, la socialista China, no vería con malos ojos que uno de sus jugadores estrella participara en la NBA.
El espectáculo moderno de grandes dimensiones (Champions League, Fórmula Uno y el mismo Mundial de Futbol; además del de la industria musical, del cine y de las artes) no serían entendibles sin aquel Dream Team, que achicó el terreno del mundo y agrandó la cancha de las ganancias.
Mientras el mundo se caía a pedazos, el deporte —gracias a los medios de comunicación— llegó a todos los bolsillos del planeta. ¿Quién lo diría? Las grandes corporaciones que observan los aficionados televidentes, que mueven miles de miles de millones de dólares, nacieron gracias a una victoria comunista ante Estados Unidos entre los aros en aquel 88.
Posdata: Entre 1952 y 1988 la URSS venció a los americanos en el medallero olímpico. Hoy no hay casa que no tenga unos tenis ‘de la palomita’ o de ‘las tres franjas’.