En el año 2006, desde la Ciudad de México, se inició una ruta para garantizar el acceso pleno de todas las personas, con independencia de su orientación sexual o identidad de género, a la figura del matrimonio. En aquella época, la Asamblea Legislativa determinó crear la figura de la sociedad de convivencia como una modalidad de vínculo civil para la solidaridad y la cooperación mutua. En ese momento se considero a las sociedades de convivencia como un paso previo al matrimonio igualitario. Era, precisamente, en el ámbito del derecho civil donde las parejas homosexuales demandaban mayores protecciones –medidas para la igualación en el acceso a derechos y oportunidades–, frente a los frecuentes casos de despojos o no reconocimiento de derechos sobre el patrimonio que uniones de dos hombres o dos mujeres habían construido a lo largo de toda una vida en común.

Por otra parte, la figura de la sociedad de convivencia permitió avanzar en el reconocimiento de derechos para la población LGBTI cuando no existía aún el consenso legislativo para la adopción del matrimonio igualitario. Esto, finalmente, ocurrió en 2010, cuando se produjo dicho consenso para incluir en el Código de Procedimientos Civiles del Distrito Federal la figura del matrimonio igualitario. Esto generó un amplio debate y disputa acerca de la responsabilidad del Estado para incluir en un ámbito construido de manera tan tradicional como el derecho civil, a la perspectiva de no discriminación por orientación sexual o identidad de género.

Algunos saludaron con beneplácito estas reformas, mientras que otros esgrimieron el argumento de que el matrimonio igualitario amenazaba la forma tradicional de integrarse las familias mexicanas. Una argumentación de este tipo llevó ese mismo año a la Procuraduría General de la República a interponer la Acción de Inconstitucionalidad en contra de las referidas reformas del ámbito civil en el Distrito Federal. Frente a esto, en 2011, la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió que el matrimonio no podría seguir siendo definido con base en la mera función reproductiva y que la no discriminación –como la primera de nuestras garantías constitucionales– significa el retiro de barreras para el acceso al derecho al matrimonio, en el caso de las personas del colectivo LGBTI. Estos criterios definidos por la Corte y refrendados para las entidades federativas en el caso de casos similares interpuestos desde el ámbito local, tienen que regir la forma de legislar cualquier disposición que afecte al derecho civil.

Como puede verse, la ruta que llevó al matrimonio igualitario en el Distrito Federal no fue tersa ni exenta de conflicto. Por supuesto, la creciente visibilidad del colectivo LGBTTI ha permitido que se rompan muchos de los prejuicios y estigmas discriminatorios asociados con las orientaciones sexuales e identidades de género no convencionales. Cada día, las y los jóvenes “salen del clóset” a edades más tempranas, con el apoyo de sus padres y madres, sin que ello les signifique inseguridad y peligro. Cada vez más, las personas que integran familias diversas revelan en sus trabajos o en sus círculos inmediatos el tipo de afectividad que han decidido construir, sin vergüenza ni miedo. No obstante, los crímenes y agresiones de odio por homofobia y transfobia siguen ocurriendo. Aún es palpable la discriminación hacia la población LGBTTI en las escuelas y los trabajos. Pero muchas cosas han cambiado, y en buena parte se debe al avance del matrimonio igualitario en muchas entidades del país.

Para decirlo claro, no hay derechos gays ni derechos heterosexuales, como tampoco existe el matrimonio gay o el matrimonio heterosexual. Esta figura del derecho civil es una manera de dar estatus de validez legal y protección jurídica a quienes han decidido unirse en vista de sus vínculos afectivos. El matrimonio genera derechos asociados a la seguridad social: la posibilidad de solicitar créditos conjuntos para la compra de vivienda, de asegurar a la pareja en el servicio médico, de pedir apoyos institucionales cuando alguno de los integrantes de la unión está enfermo o en situación de desempleo. Además, reconocer jurídicamente la existencia de familias diversas  implica también crear un espacio de seguridad y respeto en el que ellas aparecen. Cuando los medios de comunicación empezaron a difundir las imágenes de estos enlaces civiles –aunque parezca obvio– muchas personas no familiarizadas con la diversidad sexual se dieron cuenta de que los hombres y mujeres que decidían unirse eran tan comunes y próximos como el vecino o la maestra de primaria en la escuela de sus hijos. La diversidad sexual no es nociva, como no lo es ninguna forma de libertad que ocurre en el marco del imperio de la ley y el respeto de la otra persona. Al contrario, las personas de la diversidad sexual que permanecen en el anonimato –“en el clóset”– lo hacen por miedo, por el legítimo temor de expresar su diferencia en un ambiente hostil.

En el Distrito Federal, la ruta que llevó al matrimonio igualitario fue la vía del consenso legislativo. En otras entidades, ha funcionado una ruta alterna: la de los procesos judiciales que obligan a las autoridades del registro civil a aplicar el derecho a la no discriminación para quienes quieren acceder al matrimonio y que poseen orientaciones sexuales e identidades de género no convencionales. Lo que tienen en común ambos caminos es mostrar que es responsabilidad de las y los servidores públicos –sobre todo los del Poder Legislativo– cumplir con el mandato constitucional de no discriminación para promover que las vidas de las personas de la diversidad sexual sean plenas y libres. Es una obligación de nuestros representantes legislar sin discriminación, independientemente de su visión de la familia y la moralidad. De lo demás –de generar relaciones de pareja equitativas y libres de violencia–, cada quien tiene que ocuparse por su cuenta.

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