La semana pasada, el mundo del arte se vio sacudido por el robo en uno de los museos más importantes del mundo. La noticia generó caos en el mundo, ya que no solo se vulneró la seguridad de una institución que solemos imaginar impenetrable, también se puso en entredicho la fragilidad del sistema que protege aquello que consideramos patrimonio.
El 19 de octubre, cuatro individuos enmascarados ingresaron fácilmente al Museo del Louvre aprovechando trabajos de remodelación y, tras someter a la seguridad, irrumpieron en la Galería Apolo. En pocos minutos destrozaron vitrinas y robaron ocho joyas de alto valor histórico, valoradas en alrededor de 1,888 millones de pesos, convirtiendo este hecho en uno de los robos más impactantes del mundo del arte.
Pero, ¿realmente cuál era el punto de hacer este robo? Por supuesto que aún se desconoce, aunque posiblemente se trate de una transacción económica ya planeada: quizá los ladrones tenían un comprador esperando por estas piezas. Y si no es así, lo más probable es que estas joyas se pierdan para siempre. Venderlas en el mercado negro es casi imposible, ya que son piezas registradas por la Interpol y son consideradas de alto perfil por lo que pocos compradores se arriesgarían a adquirirlas. En caso de no contar con un comprador directo, la única manera de sacarles provecho sería desmantelarlas, convertirlas en joyería nueva que pueda moverse por el mercado sin levantar sospechas. Algunas podrían incluso filtrarse en grandes joyerías y, una vez transformadas, sería casi imposible rastrearlas. Y lo peor es que esto probablemente ya pasó, el valor histórico, todo el archivo y la historia que acompañaban a esas joyas, podría estar ya perdido para siempre.
Hay muchísimas interrogantes alrededor de este robo: el protocolo de seguridad que supuestamente se siguió, las alarmas que sí sonaron pero no alertaron al personal como debían. Lo que realmente nos sacude no es solo que se hayan llevado un par de joyas, sino que haya ocurrido dentro de un museo, ese espacio que imaginamos blindado y protegido. Más aún si hablamos del Louvre, una institución que representa la idea misma de patrimonio desde sus orígenes.
Si dejamos a un lado el morbo y el chisme, aparece la pregunta incómoda: ¿qué hace que estas joyas sean tan valiosas para nosotros? Tal vez en otra época también fueron arrebatadas a alguien y, con el paso del tiempo, se legitimaron en manos de gobernantes y coleccionistas hasta acabar en vitrinas. Hay que recordar que el museo también funciona como un ente que reinterpreta la historia, y muchas veces no nos cuenta el relato completo de las piezas que exhibe. Lo que hoy llamamos patrimonio puede tener detrás historias marcadas por conquistas, saqueos, intercambios desiguales y decisiones de poder.
Entonces, ¿qué separa al ladrón del coleccionista? ¿al botín del patrimonio? ¿quién decide el valor y la legitimidad de lo que se exhibe? Yo creo que ahí está lo interesante de todo este caso: nos obliga a cuestionar la historia oficial del arte y de los objetos que aprendimos a admirar sin ir más allá de lo que dice la ficha técnica en la vitrina. Pero, ¿tú qué opinas? ¿Crees que esta pueda ser una oportunidad para abrir la caja de Pandora y tener una conversación incómoda acerca de lo que consideramos patrimonio?
*Lic. en Historia del Arte y Curaduría

