Estas dos semanas tuve la oportunidad de contemplar obras de arte impresionantes. Visité museos increíbles, llenos de piezas que han marcado la historia del arte. Me gustaría contarte un poco sobre esta experiencia que viví y sobre todo, sobre cómo percibí la manera en que la gente se relacionaba con ellas.

De niña nunca tuve un acercamiento real al arte. Como la mayoría, mi familia rara vez me llevó a un museo ni teníamos obras en casa. No sé exactamente por qué decidí estudiar algo como Historia del Arte, pero la vida tiene formas misteriosas de poner cosas en nuestro camino, y el arte fue una de ellas. Para mí, el arte es un refugio: un lugar feliz donde puedo ser yo misma y encontrar calma. Es mi espacio seguro. Aunque llegó a mi vida sin que yo lo buscara conscientemente, apareció tal vez para salvarme y mostrarme que hay mucho más allá.

Lo que más me sorprende es que, aunque contemple una obra una segunda o tercera vez, siempre la siento como si fuera la primera, aunque de una manera distinta. Una pintura o escultura puede hablarme de maneras nuevas en cada encuentro: me muestra detalles distintos, me transmite sensaciones diferentes y, sobre todo, me enseña algo nuevo. Es increíble cómo el arte se transforma para mí. Aunque a simple vista pueda parecer solo estético, sus significados cambian según el momento y el lugar desde donde lo contemplo.

Creo que para casi todos la experiencia es parecida: a veces el arte puede decir mucho, poco o nada, y al final depende del significado que cada persona quiera darle. Vi a gente contemplar obras maravillosas en menos de un minuto, y eso me hizo reflexionar sobre la experiencia única que cada espectador vive al visitar un museo.

Durante mis recorridos, me pregunté qué hacían todos esos visitantes ahí: ¿iban porque realmente querían o simplemente porque alguien les había dicho que “había que ir”? Y luego, estando dentro, ¿qué se supone que debían hacer?, ¿cómo comportarse? La mayoría de estos lugares que albergan grandes obras de arte se caracterizan por ser museos estrictos, donde incluso si alguien saca el celular por un segundo aparece un guardia para recordarle que no se pueden tomar fotos. ¿Por qué los museos tienen que ser espacios donde no se toca, no se habla, no se corre? Al final las personas terminan comportándose como en un salón de clases, y eso inevitablemente afecta la experiencia.

Y ni hablar de la fatiga. En los Museos Vaticanos, por ejemplo, para llegar a la Capilla Sixtina tienes que recorrer interminables pasillos llenos de pinturas y esculturas, sin una sola banca para descansar. Cuando por fin llegas, lo haces físicamente cansado y mentalmente saturado de haber visto tantas obras. En ese punto, al enfrentarte a la última obra, que se supone es la más importante, es fácil perder interés porque todo lo anterior ya te ha agotado.

El arte no debería ser una experiencia agotadora; al contrario, tendría que ser algo enriquecedor, que te llene, que te enseñe y, sobre todo, que te invite a seguir conociendo más. Pero ¿tú que opinas? ¿crees que los museos deberían replantear la forma en que presentan el arte para que la experiencia sea realmente enriquecedora y no cansada?

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