Las señales del gobierno de Joe Biden parecen ser un reflejo de las discusiones dominantes no solo en las altas esferas gubernamentales, sino también en determinados círculos académicos estadounidenses los que, producto de la expansión del crimen organizado transnacional durante la última década, plantean la necesidad de resignificar su importancia e impacto en la vida cotidiana bilateral y para la seguridad hemisférica.
Mientras en México y particularmente en esta administración, más ausente está el Estado, más susceptibles son las comunidades de depender de las organizaciones delictivas, de otras economías ilegales y de convertirse en sus partidiarios.
Ejemplos en los últimos meses, sobran. Este fenómeno no es nuevo en la radiografía nacional, lo que asombra ha sido la rapidez y exponencial crecimiento del control de territorios completos ante la estulta estrategia del presidente López Obrador de abrazar a los delincuentes.
La noción de estos criminales de promover el apoyo entre las masas se asocia al concepto de construcción competitiva de Estado, que se está traduciendo en una “entidad gubernamental” con un grado de legitimidad y capital político como varios documentaron en este pasado proceso electoral.
Los cárteles están desafiando la autoridad del Estado activamente y, debe decirse, representan un riesgo a la soberanía nacional, pues superan la capacidad de respuesta del Estado a través de la violencia retando su legitimidad, actuando como gobiernos alternativos, controlando economías informales e infiltrándose en los cuerpos policiales o de nuestras fuerzas armadas.
La pasividad de la cuatroté presumiendo fotografías de gabinetes de seguridad provoca la duda genuina del resultado de su efectividad: es por demás evidente que la negociación con el CJNG –que no ha sido desmentida sino socializada entre altos funcionarios– ha empoderado a su líder que se atrevió a atentar contra el secretario de Seguridad Ciudadana de la CDMX, Omar García Harfuch, y ahora a amenazar a medios de comunicación y a la periodista del diario Milenio, Azucena Uresti. Todo ello debería ser un punto de inflexión en la hoja de ruta en la estrategia de seguridad nacional.
Ambos acontecimientos, entre una larga lista de afrentas, no ameritaron una enérgica condena o contundente acción del Ejecutivo. El jefe del Estado mexicano parece dar cheque en blanco a la impunidad de estos delincuentes que confiados lo desafían y cuya violencia ya es potencial.
Arropado en su mañanera desde donde dispara adjetivos y críticas contra medios de comunicación y sus periodistas ha construido una narrativa muy peligrosa que lo alcanzará con el tiempo. No hacer caso de las señales de creciente malestar, tanto en el plano doméstico como dentro del gobierno de Estados Unidos por la escalada en la beligerancia criminal, es administrar una crisis que crece exponencialmente y tendrá una dinámica nada favorable para la cuatroté.
No son fortuitas las frecuentes visitas de altos funcionarios del gobierno de Joe Biden y el relanzamiento con presión de una estrategia contra los cárteles y contener los flujos migratorios fuera de control.
No obstante 2024 está aún lejos, el Ejecutivo siembra todos los días en el único campo que le interesa: el electoral.
Por lo mismo debiera estar consciente de que una continuación transexenal de su política de abrazos, sus negociaciones con organizaciones criminalesque llevan a cabo actos de terrorismo doméstico, la desmovilización activa de nuestras fuerzas armadas y las serias omisiones en materia migratoria, han sido pésimas cartas de presentación de la cacareada transformación que eso sí, según cifras ciertas y vociferarán “exageradas” del Coneval ha logrado transformar a los pobres… en más pobres.
Una tragedia.
POR LA MIRILLA
El tercer repunte fuera de control entre el pleito por el color del semáforo. Con una vacunación lenta y centralizada, sin pruebas suficientes y un ciclo escolar en vilo. Peor, imposible.