Los episodios de violencia que se han registrado en diferentes estados de México —desde la brutal golpiza a un joven en un restaurante de comida rápida en San Luis Potosí hasta las agresiones impactantes en Puebla y la reciente escalada en Cancún— en las últimas semanas no son incidentes aislados. Son, de hecho, el reflejo de una crisis mucho más grande y profunda: la erosión del tejido social. Estos sucesos no son sólo manifestaciones de violencia; son señales contundentes de que las normas de respeto, empatía y convivencia que constituyen la base de cualquier sociedad están colapsando. Estamos frente a una pandemia de violencia y deshumanización que amenaza la estructura misma de nuestra sociedad y que exige una respuesta inmediata, integral y sostenida desde todos los sectores de la vida pública y privada.
Las escuelas, que deberían ser espacios seguros de aprendizaje y desarrollo se han convertido en campos de batalla donde el hostigamiento y el acoso son moneda corriente. Paralelamente, la violencia intrafamiliar ha escalado hasta niveles alarmantes; el aumento en los índices de feminicidio no sólo descubre una misoginia profundamente arraigada, sino una fractura en las estructuras básicas de la sociedad.
Además, los lugares que históricamente hemos asociado con el esparcimiento y la convivencia pacífica como parques y espacios deportivos se han convertido en escenarios sacudidos rutinariamente por actos de violencia. Esta es la realidad que nos enfrenta: una crisis que atraviesa todos los niveles y espacios, exigiendo una acción urgente, unificada y contundente.
La descomposición del tejido social no ocurre en el vacío. Se alimenta de la desigualdad económica, la impunidad, la corrupción y un sistema educativo que ha fallado en transmitir valores cívicos y éticos. La violencia extrema en espacios cotidianos es un síntoma de una enfermedad social más profunda. Abordar este problema requiere un enfoque multidisciplinario que vaya más allá de enfoques punitivos que busquen imponer leyes más estrictas o del aumento de la presencia policial. Necesitamos invertir en educación, en oportunidades económicas equitativas y, sobre todo, en la reconstrucción de un tejido social roto.
La erosión de la cohesión social no es una amenaza lejana que afectará a las generaciones futuras; es una crisis palpable que estamos experimentando aquí y ahora, en cada barrio, en cada esquina. No se trata de un tema abstracto relegado a estudios académicos o debates políticos; es una realidad que impacta nuestra vida cotidiana. Este deterioro del tejido social cuesta vidas, oportunidades y la esencia misma de nuestra identidad colectiva.
Estamos en un punto de inflexión crítico que exige tomar medidas inmediatas y efectivas para revertir esta corrosión social antes de que su impacto se vuelva irreparable.