El 1 de septiembre, Claudia Sheinbaum presentó su Primer Informe como presidenta de México. A casi un año de haber asumido el cargo, no se trató de un acto de cortesía institucional ni de presentación de metas: fue un parteaguas. Lo que debería ser un ejercicio de rendición de cuentas frente al Congreso se transformó, como ya es costumbre, en un acto unidireccional de propaganda política.
La lógica republicana dicta que el informe presidencial es un mecanismo de control horizontal: el Poder Ejecutivo rinde cuentas al Legislativo y, a través de él, a la ciudadanía. Pero en la práctica mexicana, los informes se han vaciado de contenido democrático y se han convertido en escenografías del poder. En este caso, la presidenta no solo evitó cualquier forma de autocrítica, sino que se limitó a enumerar logros, consolidar su relato épico de transformación y blindar sus decisiones frente a cualquier forma de disenso.
Lo verdaderamente alarmante es el contexto. A diferencia de sus antecesores, Sheinbaum gobierna con mayoría calificada, lo que le ha permitido imponer —sin contrapesos— reformas de gran calado. En menos de un año, se ha aprobado la elección por voto popular del Poder Judicial, se ha comenzado a desmantelar el sistema de organismos autónomos, y está en marcha una reforma electoral que reducirá la representación de las minorías y debilitará aún más al INE. No se trata de promesas futuras, sino de una reconfiguración autoritaria del sistema político ya en curso. El equilibrio de poderes no está en riesgo: está siendo desmontado pieza por pieza.
En este marco, el informe no fue una herramienta para contrastar avances con objetivos, sino un recurso para legitimar decisiones tomadas sin contrapesos. Se habló de continuidad, justicia social, seguridad, bienestar… pero no se ofrecieron balances verificables, ni se hizo mención de los costos institucionales de las reformas. No se abordó la violencia política, el deterioro de la independencia judicial o la precariedad en la rendición de cuentas. En suma, se presentó una imagen pulida y aséptica de un país que no existe.
El mensaje es claro: el nuevo régimen no busca diálogo, busca validación. Y si el informe presidencial es un termómetro de la relación entre poder y ciudadanía, lo que observamos fue una señal de alerta. Sin deliberación, sin oposición efectiva y sin mecanismos reales de fiscalización, el poder ya no se explica: se impone.
La transformación, así entendida, deja de ser un proyecto de justicia para convertirse en una lógica de dominación. Cambia el rostro del poder, pero se mantiene intacta su vocación de verticalidad. El informe no fue un ejercicio republicano; fue una confirmación: no hay lugar para el disenso cuando el poder ya se siente legítimo por sí mismo.
Y mientras eso ocurra, la democracia mexicana seguirá siendo una promesa pendiente. Porque donde no hay control, lo que hay no es gobierno: es hegemonía.
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