Durante décadas, el PRI ocupó la mayoría de los escaños gracias a un sistema de mayoría relativa pura que convertía cualquier ventaja electoral en un dominio casi absoluto del Congreso. Fue hasta la reforma de 1977 cuando se introdujo por primera vez un sistema mixto, aunque con predominancia mayoritaria: 300 distritos uninominales y 100 diputaciones a los partidos que obtuvieran más del 1.5% de los votos y no hubieran ganado más de 60 escaños de mayoría relativa.

Ese fue el primer paso. El pluralismo legislativo como lo conocemos no se consolidó sino hasta la reforma de 1986, cuando se establecieron los 200 escaños de representación proporcional. Fue entonces cuando todas las fuerzas políticas con representación nacional pudieron tener presencia real en el Congreso, abriendo espacio a la izquierda, a los partidos emergentes y a nuevas agendas. Desde entonces, la representación proporcional ha sido una válvula de inclusión democrática. Su función no es duplicar cargos, sino equilibrar el sesgo natural de los sistemas mayoritarios, que tienden a sobre-representar al partido más votado y excluir a los demás.

Eliminar esta figura es dar un paso atrás; regresar a un modelo que distorsiona la voluntad popular y convierte elecciones legítimas en mayorías artificiales. Un sistema sin representación proporcional podría permitir que un partido con apenas un tercio de los votos obtenga la mayoría calificada en el Congreso. En otras palabras: legal, pero profundamente antidemocrático.

Quienes defienden esta reforma alegan que los plurinominales “no rinden cuentas” o “no son elegidos por el pueblo”. Pero esa crítica omite una realidad clave: todos los partidos presentan listas de representación proporcional, y todos obtienen esos escaños con base en sus votos. Si hay falta de rendición de cuentas, el problema no está en el método de elección, sino en los mecanismos de transparencia y control partidario.

Además, reducir el Congreso con un sistema mayoritario reforzado no elimina la fragmentación política: la silencia. No hace desaparecer la diversidad social: la excluye del debate institucional. Y no mejora la representación: la empobrece.

Una reforma de este calado no puede tratarse como asunto técnico o de austeridad. Es un cambio con consecuencias directas sobre el equilibrio de poder, la inclusión política y la legitimidad del régimen. Defender la representación proporcional no es defender a los partidos: es defender la posibilidad de que todas las voces —no sólo las mayoritarias— tengan espacio en la toma de decisiones públicas.

La democracia se mide, entre otras cosas, por su capacidad de representar la complejidad de la sociedad. Quitarle proporción es quitarle pluralismo. Y sin pluralismo, lo que queda no es una república más eficiente… sino una mucho menos democrática.

Google News