Marcela Ávila-Eggleton

Simula y vencerás

No se trata de rechazar la participación, sino que esté vinculada a procesos de toma de decisiones con impacto

La participación ciudadana ha sido una de las banderas más nobles de la democracia. Más allá del voto, implica consulta, deliberación, contraloría social, incidencia en lo público. Pero como toda herramienta poderosa, también puede vaciarse de contenido. En contextos autoritarios o populistas, la participación deja de ser una vía para ampliar derechos y se convierte en coartada de legitimidad.

La paradoja contemporánea es que nunca se ha hablado tanto de participación, y sin embargo, rara vez significa poder real. Se multiplican foros, encuestas, ejercicios de consulta o presupuestos participativos donde las decisiones ya están tomadas de antemano. El resultado es una ilusión de inclusión que desactiva el conflicto sin resolverlo.

Se “escucha” al ciudadano, pero no se le responde. Se le convoca, pero no se le incorpora. Y así, participar se convierte en un gesto simbólico, no en un acto transformador.

Este vaciamiento no es casual. La “participación decorativa”, como ha sido descrita por académicos como Sherry Arnstein desde los años 60, sirve a los gobiernos para blindarse. Permite presentar las decisiones como resultado de “la voluntad popular” sin asumir los costos de un verdadero diálogo plural. De esta forma, la participación ya no expone al poder al juicio ciudadano: lo protege con una narrativa de consenso prefabricado.

México no es la excepción, mecanismos como las “consultas populares” han sido utilizados para validar decisiones del Ejecutivo sin mecanismos mínimos de deliberación, sin reglas claras ni opciones alternativas. Incluso en ámbitos locales, se celebran ejercicios participativos que son, en realidad, ejercicios de ratificación del gobierno en turno.

Lo que debería ser un antídoto contra la concentración del poder, termina funcionando como su coartada.

La consecuencia es doblemente grave. Por un lado, se profundiza el desencanto ciudadano. Al participar y constatar que nada cambia, se refuerza la percepción de inutilidad de la acción política.

Por otro, se debilitan los canales institucionales reales, que requieren tiempo, compromiso y reglas compartidas. Cuando se banaliza la participación, no se empodera a la ciudadanía: se la domestica.

No se trata de rechazar la participación, sino de exigir que valga la pena. Que esté vinculada a procesos de toma de decisiones con impacto, que sea transparente, informada y con consecuencias. Participar debe ser sinónimo de incidir, no de aplaudir. Porque cuando la participación es una coreografía vacía, no solo se pierde tiempo: se erosiona el corazón mismo de la democracia. Una sociedad que participa sólo para confirmar lo que el poder ya decidió no es más democrática. Es sólo más obediente.

X: @maeggleton

Te recomendamos