Morena ha lanzado una nueva jugada estratégica: adelantar la consulta de revocación de mandato presidencial de 2028 a 2027, para hacerla coincidir con las elecciones federales de ese año. La propuesta —presentada como un ejercicio de “ahorro” y “eficiencia democrática”— es, en realidad, un movimiento político con fines evidentes: convertir un mecanismo de control ciudadano en un espectáculo de legitimación del poder.
La revocación de mandato fue concebida, al menos en el discurso, como una herramienta ciudadana para remover a quien, habiendo sido electo democráticamente, haya perdido la confianza del electorado por incumplimiento, abuso o incapacidad. En la práctica, sin embargo, este instrumento ha sido cooptado por el oficialismo desde su origen: no como una válvula de control, sino como un rito plebiscitario, una especie de referéndum invertido cuyo objetivo no es evaluar al poder, sino refrendarlo.
El nuevo intento de mover la consulta a 2027 revela esa lógica sin simulación. En vez de esperar el tiempo legalmente establecido (la segunda mitad del sexenio), se busca adelantar la fecha para empatarla con un proceso electoral en el que Morena espera retener la mayoría legislativa y varias gubernaturas. Así, la “revocación” se transforma en una herramienta más de campaña, diseñada no para abrir un espacio de deliberación crítica, sino para movilizar votantes, consolidar narrativas de popularidad y reforzar el control simbólico del poder.
El problema no es solo técnico o legal. Es profundamente político. La consulta de revocación está diseñada para operar bajo condiciones excepcionales. Adelantarla, descontextualizarla y utilizarla como parte de una estrategia electoral es vaciarla de contenido democrático y usarla como propaganda.
Hay que decirlo con claridad: el instrumento es para revocar, no para ratificar. Cuando el poder promueve su propia revocación con la certeza de ganarla, no está abriendo espacios para la crítica, sino montando una coreografía plebiscitaria que disfraza de participación lo que es, en el fondo, una maniobra de control.
La democracia, cuando funciona, se basa en reglas compartidas, tiempos definidos y mecanismos equilibrados de control y representación. Si cada sexenio se reescriben las reglas para acomodarlas al interés del partido en el poder, lo que se erosiona no es solo la ley, sino la confianza ciudadana. Y sin confianza, no hay institucionalidad que sobreviva.
No se trata de tecnicismos: se trata de ética democrática. La democracia no es una caja de herramientas al servicio del gobernante de turno. Es un régimen de derechos, de límites y de controles. Por eso, más allá del calendario, lo que importa es la intención. Y en este caso, la intención no es deliberar ni corregir: es ratificar, blindar y perpetuar.
X: @maeggleton