La comisión presidencial para la reforma electoral no es un gesto de apertura institucional ni un ejercicio de revisión técnica: es una declaración de intenciones. Con su integración —unilateral, opaca y sin contrapesos— la presidenta ha dejado claro que el nuevo sistema electoral no se diseñará para fortalecer la democracia, sino para adaptarse a las necesidades de Morena. Una reforma a la medida del partido en el poder, para garantizar su permanencia indefinida.
Por primera vez en más de medio siglo, México emprende una transformación electoral sin diálogo, sin negociación, sin disidencia.
Lo que alguna vez fue una conquista colectiva —construida sobre la desconfianza, los acuerdos interpartidistas y los contrapesos institucionales— hoy se transforma en un ejercicio vertical, donde el oficialismo se sienta a rediseñar las reglas del juego desde el poder absoluto. Es el cierre de un ciclo.
El proceso iniciado con la reforma de 1977, que dio cabida al pluralismo legislativo, muere bajo los escombros de una nueva hegemonía.
Sin embargo, esta regresión autoritaria no es responsabilidad exclusiva de Morena. Las oposiciones han sido, durante años, colaboradoras pasivas de este desmontaje democrático.
En lugar de renovar sus liderazgos, abrirse a la ciudadanía o articular proyectos alternativos, los partidos opositores han invertido su capital político en preservar cotos internos, proteger candidaturas recicladas y administrar sus derrotas con cinismo. No han entendido que su mediocridad no solo los condena a la irrelevancia: nos arrastra a todos a una autocracia.
Mientras Morena construía un discurso moralista para justificar su concentración de poder, ningún partido fue capaz de encarnar una alternativa creíble y ese vacío político le dio al oficialismo el camino libre para reconstruir el sistema a su imagen y semejanza.
La Comisión Electoral no es un foro plural; es una escenografía. Un mecanismo para legitimar con formas institucionales lo que en el fondo es un retroceso autoritario. Y lo más preocupante es que el oficialismo ni siquiera siente la necesidad de ocultarlo. No hay simulación, porque no hay contrapesos. Y no hay contrapesos, porque quienes debieron construirlos estaban ocupados en mantenerse cómodos en la derrota.
Lo que viene es la consolidación de un sistema hecho para perpetuar al partido dominante, desactivar la competencia electoral real y dejar fuera de juego a cualquier fuerza que no se pliegue al nuevo consenso oficialista.
La pregunta no es si la democracia está en riesgo, sino si estamos dispuestos a seguir llamando democracia a un sistema que cada vez se parece más a su negación.
Porque la democracia se construye con reglas compartidas, con alternancia posible y con crítica institucionalizada. Y hoy, nada de eso está garantizado. Ni por quienes gobiernan, ni por quienes deberían oponerse.
X: @maeggleton