En el México de la 4T la vieja clase política ha sido desahuciada no sólo por corrupta, sino por ilegítima. A ojos del oficialismo, los partidos tradicionales no sólo fallaron, traicionaron al pueblo. En ese relato, Morena y su entorno no sólo representan una opción electoral, sino una superioridad moral. Se dicen distintos; no mejores en términos administrativos o programáticos, sino en esencia. Y ahí comienza el verdadero problema.

Esta nueva clase política no se limita a gobernar: se asume como redentora. Su legitimidad no proviene de la eficacia, sino del agravio histórico. No requiere rendición de cuentas, porque parte de una presunción de inocencia ética inquebrantable. Más que confianza en sus propuestas, los define su convicción de que nadie tiene autoridad para objetarlas y eso transforma la política en dogma. La consecuencia de este pensamiento moralista es clara: toda crítica se interpreta como ataque, todo disenso como traición. Las preguntas se desestiman con desdén (nosotros no somos como ellos), y el debate se sustituye por consignas. La superioridad moral opera como blindaje discursivo. Si son el pueblo bueno gobernando, cualquier error es perdonable; cualquier voz crítica, sospechosa.

Sin embargo, gobernar requiere más que voluntad ética. Exige resultados, mecanismos de control, apertura al escrutinio. La idea de que una fuerza política puede permanecer en el poder sin frenos ni equilibrios, sólo por representar al pueblo, desdibuja los fundamentos de toda república democrática. Una democracia no se sostiene en la pureza de sus gobernantes, sino en la solidez de sus instituciones.

Paradójicamente, esta narrativa de distinción absoluta termina por reproducir muchas de las prácticas que decía combatir: clientelismo, opacidad, centralismo, culto al líder. Pero ahora, legitimadas por una causa supuestamente superior. Así, la transformación se convierte en justificación. El poder no sólo se concentra, se sacraliza.

Esta nueva clase política es dogmática, refractaria a la crítica e impaciente ante los matices. Pero el cambio verdadero no se logra sustituyendo unos rostros por otros, ni demonizando toda la historia anterior. Se construye aceptando que el poder debe rendir cuentas, incluso cuando se ejerce con buenas intenciones. La idea de que el pueblo gobierna directamente a través de sus representantes puede ser inspiradora, pero también peligrosa si se desliga de los mecanismos de control institucional. Porque sin límites, la moral se convierte en pretexto, y la transformación, en prepotencia.

México no necesita una clase política perfecta; necesita una que sepa que no lo es. Que escuche, que rinda cuentas, que acepte el disenso como parte esencial del proceso democrático. El futuro no se construye con certezas morales inamovibles, sino con humildad política y reglas claras. Y eso, la nueva élite gobernante aún no lo ha entendido.

X: @maeggleton

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