La Reforma Judicial ha sido presentada como una medida audaz, casi heroica, para democratizar un poder históricamente opaco: el Judicial. Su promesa central —elegir a jueces y magistrados por voto popular— apela al ideal democrático de empoderar a la ciudadanía. Sin embargo, lo que parece una conquista democrática puede, en realidad, desencadenar una regresión institucional de gran escala. Bajo el barniz de la participación, esta reforma esconde riesgos estructurales que amenazan la independencia judicial, erosionan la calidad institucional y socavan la legitimidad del sistema de justicia.

Desde la teoría democrática, es insostenible suponer que toda participación ciudadana es virtuosa por definición. La participación solo fortalece la democracia cuando es sustantiva, informada y deliberativa. Votar, en sí mismo, no es garantía de empoderamiento. De hecho, cuando el voto se da en condiciones de desinformación, desigualdad y clientelismo, puede reforzar las asimetrías que dice combatir. La elección de jueces por sufragio universal, sin condiciones mínimas de equidad, transparencia y formación cívica, más que democratizar, banaliza la justicia: convierte una función técnica y garante de derechos en una contienda dominada por la lógica electoral.

La realidad nacional combina varios factores de alerta: escasa alfabetización jurídica, alta polarización ideológica, redes clientelares consolidadas y medios de comunicación parcializados. Este escenario abre la puerta a un proceso electoral judicial dominado por élites económicas y políticas que ven en el Poder Judicial no un contrapeso, sino un botín estratégico. Diversos estudios advierten que los jueces electos bajo presión electoral tienden a dictar sentencias que responden a climas de opinión o intereses de grupo, no a principios de legalidad ni de imparcialidad judicial. Esto habilita fenómenos como el populismo punitivo, donde se dictan penas más severas para ganar votos, o la captura judicial por intereses privados que financian campañas esperando favores futuros.

Incluso las posturas más matizadas subrayan que los efectos benéficos de las elecciones judiciales dependen enteramente del entorno institucional: si no hay campañas educativas, información accesible ni garantías de equidad, los procesos degeneran en espectáculos polarizantes que deterioran la legitimidad del poder judicial. Y México, al día de hoy, no ha construido las condiciones mínimas para evitar ese desenlace.

Afirmar que la elección popular de jueces garantiza una justicia más democrática es, en el mejor de los casos, ingenuo; en el peor, profundamente irresponsable. Esta reforma, sin un entorno institucional sólido que la respalde, corre el riesgo no de democratizar, sino de debilitar aún más la justicia mexicana. Antes que democratizar la justicia, podríamos estar institucionalizando su captura, al amparo de una participación ciudadana simbólica, vacía y manipulable.

X: @maeggleton

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