En democracia, el voto es la fuente de legitimidad. No hay principio más poderoso —ni más peligroso— que el de la voluntad popular. Quien gana una elección adquiere el derecho de gobernar. Pero cuando ese derecho se interpreta como licencia para gobernar sin límites, el mandato se convierte en dogma, y el poder, en amenaza.

A esto se le conoce como la paradoja del mandato: cuanto más fuerte es la mayoría electoral, mayor es el riesgo de que se utilice como coartada para desmantelar los contrapesos. No porque la ciudadanía lo haya pedido expresamente, sino porque se asume que votar es autorizarlo todo. En lugar de gobernar con base en la deliberación, la representación plural o el control institucional, se gobierna con base en la idea de que la mayoría basta para justificar cualquier transformación.

Este fenómeno no es nuevo. Desde Juan Linz hasta Guillermo O’Donnell, numerosos teóricos han advertido sobre el riesgo de que un mandato legítimo derive en un ejercicio autoritario del poder.

Lo que hace democrática a una democracia no es solo que haya elecciones, sino que las reglas no cambien al antojo del ganador. Que el poder se ejerza con límites, que las minorías tengan voz, y que los perdedores de hoy puedan volver a competir mañana.

En México, el gobierno de Claudia Sheinbaum coincide con una mayoría calificada en el Congreso de su partido, una popularidad alta y una agenda legislativa ambiciosa.

No hay duda de que la presidenta tiene un mandato. Pero sí hay dudas, y muchas, sobre cómo se ejercerá.

Las reformas aprobadas en los primeros meses —desde la elección por voto popular del Poder Judicial hasta la reforma electoral en puerta— no han sido fruto de consensos ni de deliberaciones plurales. Han sido decisiones impuestas desde la mayoría legislativa, sin diálogo ni transparencia. La paradoja está en marcha: una mayoría democrática se usa para debilitar la democracia.

El problema no es la transformación. El problema es que el mandato se use para invalidar cualquier forma de disenso. Que la legitimidad del origen se confunda con impunidad en el ejercicio. Y que quienes cuestionan estas decisiones sean etiquetados como enemigos del pueblo, traidores o reaccionarios. Gobernar no es vencer al adversario, es convivir con él. Lo contrario, aunque gane elecciones, no es democracia: es hegemonía.

La paradoja del mandato nos obliga a recordar que el poder democrático no se mide por su fuerza, sino por su contención. Que la representación no es obediencia ciega, sino diálogo permanente. Y que el mandato popular no es una carta blanca, sino una responsabilidad que exige humildad frente a la pluralidad. Porque una democracia sin controles puede empezar en las urnas, pero termina, inevitablemente, en el autoritarismo.

X: @maeggleton

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