El experimento de democratizar el Poder Judicial por vía del voto popular, al menos en su primera edición, ha fracasado en el plano más elemental de toda democracia representativa: la participación. Sin embargo, el problema es más profundo. Tiene que ver con una confusión conceptual cada vez más común: la creencia de que democratizar es simplemente elegir.
La confusión entre democracia y elección ha generado un espejismo peligroso: suponer que todo lo que pasa por las urnas es automáticamente legítimo y democrático, y que todo lo que no se elige directamente es, por defecto, corrupto o autoritario. En esta lógica, el acto de votar se ha vuelto sinónimo absoluto de democracia, como si los principios fundamentales —los pesos y contrapesos, la división de poderes, la protección de derechos— fueran accesorios. Pero democratizar no es solo abrir la boleta. Es asegurar que las reglas del juego estén diseñadas para proteger libertades, limitar el poder y garantizar justicia. Y si el resultado de una elección es la subordinación del Poder Judicial a las mayorías electorales, entonces no estamos frente a una expansión democrática, sino ante su erosión.
La elección directa de jueces rompe con un principio fundante del constitucionalismo republicano: la separación de poderes. Jueces electos por voto popular no son independientes, sino actores sujetos a la lógica de los ciclos electorales, las encuestas, las narrativas dominantes y, en muchos casos, las presiones partidistas. Convertir la justicia en una arena electoral es invitarla a competir por simpatía, no por solvencia técnica o imparcialidad. Así, el Poder Judicial deja de ser árbitro y se convierte en parte del juego. Se borra la frontera entre el que decide conforme a derecho y el que busca complacer a la mayoría. Y sin esa frontera, la república pierde su esencia.
La baja participación no es solo una cuestión de logística, desinformación o desinterés. Es una señal de que la ciudadanía no reconoce esta elección como propia. Que intuye —aunque no siempre articule— que hay algo disonante en votar por quien debe juzgar, con distancia y neutralidad, a los mismos actores que dominan las urnas. Y es que la justicia no se construye con aplausos ni se legitima con popularidad. Requiere distancia, autonomía y reglas firmes que no cambien según el humor electoral del momento.
La democracia necesita elecciones, pero no todo debe pasar por ellas. Una democracia robusta se mide también por lo que no permite elegir: los derechos que no se votan, los límites que no se negocian, los jueces que no se postulan. Defender esas excepciones no es antidemocrático, sino profundamente republicano.
Por eso, más que una lección sobre participación, esta elección nos obliga a reflexionar sobre los límites de lo electivo. Porque en democracia, no todo se elige. Y porque democratizar no es elegir, sino construir un orden político donde la elección no se coma a la justicia.
X: @maeggleton