En los últimos años, ha cambiado la forma en que votamos, protestamos y participamos políticamente. Las plataformas se han radicalizado, los liderazgos se vuelven más personalistas y el debate público se llena de agravios y consignas. En lugar de deliberar, reaccionamos. En lugar de convencer, buscamos derrotar. Estamos ante el auge de una democracia emocional: un orden donde las emociones (y no los argumentos) son el principal motor de la acción política.
Las teorías clásicas de la democracia imaginaron una ciudadanía informada, racional y guiada por intereses. Sin embargo, la psicología política ha demostrado que la mayoría de nuestras decisiones están profundamente mediadas por emociones primarias como el miedo, el enojo, el orgullo o la desconfianza. Los partidos y líderes lo saben bien: por eso apelan cada vez menos a la razón y cada vez más al impulso emocional.
La democracia emocional necesita antagonismos. Divide el mundo en dos: el pueblo bueno y la élite corrupta; los patriotas y los traidores; los verdaderos mexicanos y los otros. En ese esquema, no hay adversarios, hay enemigos; toda crítica se interpreta como ataque. Lo que está en juego no es un modelo de gobierno, sino la dignidad emocional de quienes se sienten agraviados. Esta polarización erosiona la posibilidad de construir consensos duraderos; alma de toda democracia liberal.
La política mexicana se ha convertido en un terreno fértil para esta lógica afectiva. La 4T construyó su hegemonía no sólo a través de programas sociales o discursos redistributivos, sino apelando al agravio histórico, al resentimiento social y a una épica de redención popular. La oposición, en lugar de ofrecer una alternativa racional, también ha caído en la trampa emocional: miedo al comunismo, nostalgia del pasado, rabia contra el populismo. En este contexto el centro desaparece, los matices se extinguen y la democracia se convierte en un plebiscito perpetuo de amor u odio.
No se trata de negar el papel legítimo de las emociones en política, sino de reencauzarlas hacia formas constructivas: indignación que se traduzca en organización, miedo que derive en demanda de instituciones sólidas, esperanza que impulse agendas comunes. La tarea es doble: reconstruir el valor del argumento en la esfera pública y crear espacios donde el disenso no se viva como traición, sino como expresión democrática.
La democracia emocional no es una desviación patológica, sino una manifestación de crisis más profundas: desigualdad, desconfianza institucional, sensación de exclusión. Si no logramos equilibrar el componente afectivo con el deliberativo, corremos el riesgo de reducir la política a una batalla de pasiones incontenidas, donde lo que importa no es qué se dice, sino quién lo dice y contra quién. Democratizar también es enseñar a disentir sin odiar. Porque sin razón pública, sin diálogo y sin matices, lo que sobrevive no es la democracia, sino la furia.