El gobierno mexicano ha dejado claro, una vez más, que no tolera la crítica. La reacción de la presidenta Sheinbaum al informe preliminar de la Misión de Observación Electoral (MOE) de la Organización de Estados Americanos (OEA) sobre la elección judicial no solo fue desproporcionada; fue reveladora. Su mensaje no deja lugar a dudas: “la OEA debería guardarse sus comentarios”. Con esa frase, la titular del Ejecutivo no solo desestima un análisis técnico, sino que confirma el talante autoritario que ha marcado su administración.

El informe no inventó nada nuevo; sistematizó lo que expertos, periodistas y ciudadanos ya habían señalado: que el proceso careció de reglas claras, que la ciudadanía no comprendía lo que estaba en juego, que hubo intervenciones indebidas de funcionarios y que la elección por voto popular compromete la independencia judicial.

A ello se suman dos datos elocuentes: una participación ciudadana del 13% y un voto nulo que superó a cualquier candidatura individual. Ambos indicadores revelan no solo apatía, sino un rechazo activo y consciente al mecanismo propuesto.

Sin embargo, para un gobierno acostumbrado a confundir respaldo electoral con legitimidad absoluta, cualquier observación externa es interpretada como una afrenta. El problema, entonces, no es la OEA, sino la lógica binaria del poder actual: o estás con ellos o eres parte del complot.

Más allá de la forma en que se descalificó el informe, el fondo de las advertencias es lo verdaderamente grave: la elección directa de jueces debilita la arquitectura republicana. En palabras de la propia MOE, este modelo “pone en riesgo la independencia judicial” al someter a las personas juzgadoras a presiones electorales y partidistas. Es decir, la reforma no fortalece la democracia, está desmontando los contrapesos que la sostienen.

No es la primera vez que el oficialismo reacciona con hostilidad ante críticas fundadas. Ya lo ha hecho con organismos internacionales de derechos humanos, con ONG, con universidades, con periodistas. El patrón es el mismo: en lugar de debatir, se descalifica; en vez de corregir, se confronta. Lo que está en juego no es solo una elección mal organizada, sino el desmantelamiento paulatino de los frenos institucionales que permiten que el poder se ejerza con responsabilidad. Y eso, más allá del modelo político, es una señal inequívoca de regresión autoritaria.

No es solo un desliz retórico, es la confirmación de un proyecto de poder que no entiende de límites ni acepta supervisión. Cuando un gobierno manda callar a un organismo internacional por hacer su trabajo, no está defendiendo la soberanía, está revelando su miedo a la transparencia. Ese miedo, en el fondo, tiene nombre: autoritarismo con disfraz democrático. Porque quien no tolera la crítica, no merece el poder. Y quien convierte la justicia en un botín electoral, no está reformando la democracia: la está desmantelando.

X: @maeggleton

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