Hay momentos en los que el calendario político se vuelve más elocuente que cualquier discurso. En las últimas semanas, han comenzado a “descubrirse” casos de corrupción de alto impacto que tuvieron lugar durante el sexenio de López Obrador. La pregunta es obligada: ¿por qué ahora?
La primera explicación tiene que ver con el cierre del sexenio. López Obrador ya no es el presidente y eso libera a múltiples actores que durante seis años operaron bajo una lógica de contención. Mientras el presidente conservó una altísima popularidad, cuestionarlo implicaba un costo político altísimo. Hoy, el blindaje simbólico comienza a resquebrajarse y el sistema empieza a ajustar cuentas con su propio pasado inmediato.
La segunda razón tiene que ver con el reacomodo interno de Morena y su entorno. El liderazgo de Claudia Sheinbaum no es idéntico al de su antecesor. Con su llegada, también llegan nuevas lealtades, nuevas redes de influencia y —sobre todo— nuevas urgencias políticas. Revelar escándalos del sexenio anterior puede ser una manera de desmarcarse selectivamente de algunas prácticas, enviar mensajes internos y, en algunos casos, debilitar a figuras incómodas del lopezobradorismo más ortodoxo.
Pero el fenómeno también expone una paradoja peligrosa: el combate a la corrupción, bandera del lopezobradorismo, se usó más como herramienta de control político que como política pública con efectos estructurales. Se castigó selectivamente, se protegió a aliados y se abandonaron los mecanismos institucionales a favor del discurso moralizante. Hoy, lo que emerge es el costo de esa omisión: redes de corrupción que crecieron al amparo del poder y que se enfrentan al escrutinio justo cuando ya es demasiado tarde para impedir el daño.
Las consecuencias para el nuevo gobierno son múltiples. Primero, se complica la narrativa de continuidad sin matices. Sheinbaum no podrá evitar que muchos de estos escándalos salpiquen su gestión, incluso si no tiene responsabilidad directa. Segundo, la ciudadanía podría empezar a experimentar un nuevo ciclo de desencanto, particularmente si percibe que los casos destapados no derivan en sanciones efectivas. Y tercero, se abre una oportunidad —o una tentación—: usar estas revelaciones para sacrificar a algunos cuadros como mecanismo de distensión sin alterar la lógica de concentración del poder.
Lo cierto es que este descubrimiento tardío no es una sorpresa. Lo sorprendente es la selectividad, la demora y el silencio que lo precedieron. La lección es clara: cuando el combate a la corrupción se subordina a la política de facciones, el resultado no es justicia, sino ajuste de cuentas. Y eso no fortalece a las instituciones: las reduce a herramientas del momento.
México no necesita más escándalos filtrados estratégicamente. Necesita instituciones que funcionen a tiempo, con independencia y con consecuencias. Solo así la democracia podrá romper su peor ciclo: el de fingir que la corrupción comienza y termina con cada sexenio.
@maeggleton