El peligro más sutil para una democracia no siempre es el autoritarismo explícito ni la represión abierta. A veces, el mayor riesgo es una emoción: el cinismo. Ese estado colectivo en el que la ciudadanía deja de creer en la política, en la representación, en las instituciones, y —lo más grave— en su propio poder para exigir rendición de cuentas.

En México hemos normalizado el cinismo como si fuera sabiduría. Frases como “todos son iguales”, “no importa quién gane”, o “da lo mismo votar que no votar”, operan como atajos emocionales que cancelan la deliberación pública. Pero detrás de esa resignación se esconde una trampa: cuando la desconfianza se convierte en indiferencia, el poder queda en manos de quienes sí saben cómo usarlo, aunque sea para perpetuarse.

El cinismo político no surge de la nada. Se construye con cada promesa incumplida, cada caso de corrupción impune, cada institución capturada, cada reforma hecha para el partido, no para la ciudadanía. Pero también crece cuando las oposiciones no ofrecen alternativas claras, cuando el debate público se reduce a slogans vacíos, cuando los liderazgos se reciclan sin autocrítica, y cuando la participación se convierte en un trámite simbólico.

Este sentimiento generalizado de hartazgo es, paradójicamente, funcional al poder. Un electorado escéptico, desmovilizado y convencido de que nada cambia, es el terreno ideal para que avance un régimen hegemónico sin resistencias reales. No hay necesidad de censura cuando la mayoría ha dejado de hablar. No se necesita represión si ya nadie espera ser escuchado.

El cinismo es más peligroso que la apatía: la apatía ignora; el cinismo desprecia. Y una ciudadanía que desprecia a la política termina entregando el poder sin exigir condiciones. Abandona su derecho a cuestionar, deliberar, representar. Y en esa renuncia silenciosa, la democracia se desangra. No es una muerte abrupta, sino una lenta pérdida de sentido.

Lo más preocupante es que este desgaste se ha vuelto estructural. Incluso quienes gobiernan —con todo el poder concentrado— han dejado de ofrecer futuro. Su narrativa se ancla en el agravio, no en la esperanza. La transformación se volvió administración; la épica, rutina. La política pierde su vocación de horizonte colectivo, y se reduce a control, lealtades y simulación.

No se trata de pedir entusiasmo ingenuo. Se trata de recuperar la exigencia informada, la indignación activa, la vigilancia constante. De entender que la democracia no es un acto de fe, sino un ejercicio diario de control ciudadano.

Porque si la democracia se muere, no será solo por los excesos del poder. También será por el silencio cómodo de una sociedad que decidió dejar de esperar algo distinto.

X: @maeggleton

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