Los disparos que segaron la vida de Carlos Manzo, presidente municipal de Uruapan, no solo interrumpieron la cotidianidad de una ciudad ya acostumbrada al miedo: descuadraron al gobierno estatal, intimidaron aún más a las fuerzas productivas que comercian a merced del crimen organizado y dejaron herida, de gravedad, la estrategia de seguridad del gobierno federal. Un político vigilado por policías municipales y elementos de la Guardia Nacional fue asesinado a la vista de todos, en un acto público. Una forma brutal y precisa de decir quién manda.

Manzo estaba bajo resguardo oficial; su muerte no fue un descuido operativo ni un hecho aislado, fue una ejecución con mensaje: el Estado no controla los territorios que dice proteger. En Michoacán, donde la línea entre poder político y poder criminal se ha difuminado durante años, este asesinato condensa el problema de fondo: la democracia mexicana se enfrenta a la violencia como condición estructural, no como amenaza externa.

Las implicaciones son profundas. El crimen impacta directamente en el horizonte electoral de 2027. En Michoacán, y en muchos otros estados del país, las elecciones se desarrollarán en un contexto donde el miedo ya condiciona candidaturas y participación. La violencia selectiva contra políticos locales no solo elimina personas: selecciona de facto quién puede competir y quién no. Si postularse o gobernar significa arriesgar la vida, la competencia política se vuelve una farsa.

La violencia política tiene un efecto corrosivo: paraliza la acción pública, desalienta la participación y degrada la representación. Cuando los candidatos son cooptados o eliminados por la fuerza, los votantes dejan de elegir entre proyectos: eligen entre sobrevivientes. Y en esa distorsión, el voto pierde su poder transformador. La democracia sobrevive formalmente, pero vaciada de contenido.

El caso Manzo revela también una verdad incómoda: el crimen organizado no solo corrompe, sustituye. En amplias zonas del país, los grupos criminales actúan como poder paralelo, regulando conflictos, cobrando cuotas y ofreciendo protección donde el Estado se ha retirado. Controlar una alcaldía, un congreso local o una gubernatura no es un fin en sí mismo, sino un medio para blindar negocios, obtener contratos y garantizar impunidad.

En ese contexto, el proceso electoral de 2027 se vislumbra como uno de los más complejos de la historia reciente. No solo por el clima de polarización nacional o la disputa partidista, sino porque en amplios territorios las condiciones mínimas para una competencia libre y segura simplemente no existen. Las balas ya están votando. Y cada disparo que silencia una voz política anticipa una elección menos representativa.

Cuando la política se hace a punta de pistola, las urnas dejan de ser espacios de decisión y se convierten en trincheras. Y cuando el miedo define quién se atreve a competir, la democracia ya no está viva: solo respira por inercia.

X: @maeggleton

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