Todo parece indicar que, en este momento, en México, no hay oposición al gobierno y su partido. No es que no haya personas que se opongan a una gran cantidad de decisiones y conductas de las personas del poder político, sino que quienes buscan de manera organizada el poder no tienen ninguna relevancia real. Morena está y ha permanecido en el poder porque las alternativas que ofrecían y ofrecen PRI, PAN y MC son deleznables y el modelo que impusieron dejó atrás a grandes masas de la población.

Hay observadores que defienden que lo que está ocurriendo es un corrimiento de la democracia representativa hacia una participativa y citan como ejemplo la reciente elección del poder judicial.

Pero es dudoso que ello signifique que lo que estamos viviendo fortalezca la democracia, ni la representativa, ni la participativa, ni la deliberativa.

Es cierto que muchos de los mecanismos que generó la democracia moderna se inventaron para entorpecer la participación popular y no para propiciarla. Pero, hasta hoy, no se ha conocido algo que sustituya efectivamente sus mecanismos institucionales para que los ciudadanos tengan alguna forma de control sobre el gobierno.

La democracia participativa parte de la muy plausible idea de que no solo los que gobiernan, sino todos los ciudadanos, deben tener la posibilidad de influir en las decisiones que afectan su vida. Supone la facultad y también la responsabilidad de la ciudadanía de involucrarse en los asuntos públicos de manera constante y no solo periódica. Ello supondría la canalización de opiniones, demandas y propuestas provenientes de diversas voces. Claramente no hemos visto diversidad de voces; ni siquiera la apertura para escuchar otras voces.

¿Cómo se puede hablar de participación popular cuando en cada entidad federativa, así como en la escala nacional, hubo una sola lista de candidatos triunfadores (los de los acordeones) que ciertamente no surgió de la participación popular sino, evidentemente, del propio grupo en el poder? A menos que haya habido miles de asambleas populares para seleccionar a esos candidatos y no nos hayamos dado cuenta. Proponer desde el poder una sola manera de votar es eso, acarreo.

Por lo demás, la participación democrática pasa, necesariamente, por lo cuantitativo. Ni 10 ni 13% de participación son suficientes. Además, la participación popular supone escoger entre alternativas. No las hubo. Se puede culpar de ello a la oposición, pero, precisamente por su irrelevancia, la acusación también lo es. Nada hubiera cambiado.

De cualquier modo, conviene hacerse cargo de las críticas al tipo de democracia tradicional. Gran parte de los modelos democráticos modernos desembocan en la maximización de los intereses privados y la verdadera participación está restringida a las élites, quizá con matices radicales en las socialdemocracias del Norte de Europa. Notables asimetrías de poder, exclusión de grandes grupos sociales y la desconfianza ciudadana no son extrañas en las democracias representativas. En cambio, una participación extensa en las decisiones, precedida de difusión de información objetiva, de manera que se propicie una participación más consciente, serían condiciones necesarias para una democracia participativa y deliberativa. No es eso lo que está ocurriendo en México.

La discusión recuerda a Rousseau, quien abominaba de la representación y opinaba que la soberanía popular no era delegable ni enajenable y se debiera ejercer directamente. También, en su Contrato Social, se plantea la pregunta: ¿Puede el pueblo equivocarse? —No, responde—pero sí puede ser engañado.

Académico de la UAQ en retiro

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