Un aspecto en el que el país está mejor hoy, desde el sexenio de AMLO (quizá un poco antes), es la conducta de un gobierno federal que no censura a los y las periodistas críticos mediante cárcel o asesinatos. Es cierto.
Pero no es la única forma en que se suele atacar la libertad de prensa y esas otras formas siguen ocurriendo. Hay recursos administrativos y judiciales con los que también se reprime, como mandatos de silencio del órgano electoral contra cualquier crítica a una actriz política mujer, aunque su género no esté relacionado con el contenido de esa crítica; o demandas económicas millonarias en juzgados civiles que ciertamente amedrentan, por ejemplo.
Otra forma es el uso de las tribunas que ofrece el poder, y que se utilizan gracias a los recursos públicos, para denostar y criticar prácticamente cualquier publicación incómoda para el poder político mismo. Esto no solo se ve en México, sino en otros países de baja calidad democrática y hoy, también, en Estados Unidos. Si comparamos esta conducta específica de AMLO (en ocasiones, también de CSP) con la de D. Trump, no se puede distinguir quién imita a quién o si los dos aprendieron de un tercero. Pero ambos llenan de insultos y descalificaciones a cualquier reporte que no les alabe.
Es cierto que hay prensa militante que interpreta su labor como si tuviera que ser oposición política y que, por tanto, automáticamente denuesta toda acción del gobierno. Pero también hay prensa porrista, (como actualmente La Jornada, si bien tiene otros servicios periodísticos), o los medios digitales que acuden a las ruedas de prensa presidenciales todos los días.
Y el papel de la prensa, indispensable para la salud democrática, no tiene que caer en ninguno de los dos extremos. Porque la prensa real no tiene que hacer equipo más que con la verdad y con el derecho del público a conocerla.
Será útil buscar la relación entre la contracción del aprecio por la prensa tradicional y la conducta agresiva contra ella desde el poder. Por un lado, con el crecimiento de las redes sociales, se valora mucho menos al periodismo que busca, contrasta, pregunta a todas las partes, da la misma oportunidad a cada bando y verifica celosamente sus versiones. La ligereza de las redes, la popularización de las notas y fotos que todos podemos hacer, nos ha vuelto demasiado desconfiados de la prensa.
Por otro, hay que considerar que la calificación de “fake news” de Trump a toda nota que no le agrade y el “yo tengo otros datos” de AMLO han demeritado el valor de la verdad, la verdad a secas.
Hay en México otro grandísimo problema que vulnera seriamente la libertad de prensa y el derecho del público a gozar de ella: los asesinatos de periodistas. Se trata de la forma más extrema de vulneración de la libertad de prensa. Hay diferentes versiones en cuanto al número de periodistas asesinados o desaparecidos en México, pero, al parecer, en 2022, se llegó a un pico de 17 asesinatos de periodistas, solo ese año. En todo caso, México se conoce como uno de los países en los que ejercer el periodismo resulta más peligroso. Es verdad que en la mayoría de los casos esa violencia no ha sido ejercida por el gobierno, al menos el federal, aunque sí algunos subnacionales; y sí por los cárteles de la delincuencia. Pero la inoperancia de la protección que debe otorgar el Estado a esos profesionales y la impunidad, superior al 95%, inciden radicalmente. No se llega a la pena judicial, ni siquiera al banquillo de un juzgado, ni se conoce a los autores y, en ocasiones, ni siquiera se investiga. En todo ello sí que lleva responsabilidad el Estado.
Por todo ello, es de mucho aprecio la labor que aún hacen periodistas auténticos día a día, con frecuencia muy mal remunerados, con el objetivo de poner a nuestro alcance la cruda verdad. La luz de su tarea supera la oscuridad de la mala prensa.
Académico en retiro de la UAQ