Si nos atenemos a lo que informan los medios masivos de comunicación —los tradicionales y los nuevos— es evidente que el gobierno federal actual aplica una estrategia diferente a la de su antecesor en la procura de seguridad para los habitantes del país. El gobierno no lo dice —pues no se debe hablar mal del santo patrono— pero actúa diferente ¿Con qué resultados? Es pronto para verlos, pero ya se verán.

De acuerdo con la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública que el Inegi levanta cada año, en 2023 se inició carpeta de investigación solo en el 7% del total de delitos y de esas carpetas, casi la mitad (48%) quedó en “nada o no se resolvió”. Es decir, en menos del 4% de los delitos la víctima obtiene justicia y los delincuentes reciben una pena. Ante tan alta probabilidad de los delincuentes de salirse con la suya, no sorprende la gran cantidad de delitos, sino que no que haya más. ¿Cuáles serán las razones para que la mayoría de los mexicanos no seamos delincuentes? No queda claro.

Es patente que las tasas de ocurrencia delictiva se incrementaron cuando el gobierno de Felipe Calderón, en un intento por obtener la legitimidad que las urnas no le dieron, inició su campaña militar contra los grupos delincuenciales. Peña Nieto siguió igual (igual de mal).

Y después llegamos a la pasividad lópezobradoriana. Ante una realidad tan palmaria, pretender que los delincuentes abandonen ese camino porque de pronto tomen conciencia de que no hay que ser malvados o porque los regañen sus abuelas, o que los jóvenes descubran que no requieren delinquir para “ser alguien” en la sociedad, porque ya puedan gozar de una beca mensual, resulta estúpido o cómplice del delito. Parece correcta la postura de atender a las causas del incremento delincuencial y no solo combatirlo en sus resultados. Pero la explicación no puede yacer en la pobreza generalizada, pues entonces todos o casi todos los pobres delinquirían, por un lado y no habría delincuentes ricos, por el otro. Ninguna de las dos cosas ocurre.

La Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública tiene como objetivo organizar el Sistema Nacional correspondiente, distribuir las competencias entre la Federación, los Estados y los municipios y establecer su coordinación, sin perjuicio de las peculiaridades que puedan resultar de las facultades normativas que poseen las entidades federativas y los municipios.

Sin olvidarse de esas peculiaridades locales, en general, las policías estatales y municipales comparten la responsabilidad fundamental de mantener el orden público y prevenir el delito dentro de sus respectivos ámbitos geográficos.

Las policías municipales se centran en las normativas locales, es decir, del propio municipio, las infracciones menores y los conflictos comunitarios.

Este recordatorio viene al caso porque se oye con mucha frecuencia reproches al mal desempeño de las policías locales y en las estadísticas delincuenciales hay seguidores del partido en el poder que enfatizan al homicidio y las desapariciones como delitos no federales, con lo que gustan de eximir al gobierno de la república del incumplimiento de sus funciones en la materia. En efecto, esos delitos corresponden al fuero estatal. Sin embargo, una gran proporción de ellos, creciente día con día, es perpetrada por grandes grupos de delincuentes organizados. Y el combate a estos corresponde al gobierno federal, no a los estados ni mucho menos a las policías municipales. No conviene culparlos, porque no está a su alcance legal ni operativo esa tarea. Claramente las policías estatales y las municipales tienen enormes pendientes por delante, pero hay unos que no deben planteárseles.

No hablemos, por ahora, del papel del ministerio público, federal y estatales y de su fallida autonomía de los ejecutivos correspondientes, ni de los sistemas judiciales, federal y de cada entidad federativa, porque la tarea requiere mucho mayor detenimiento, además de que estos últimos van a verse radicalmente modificados —para peor— a partir del próximo verano.

Académico de la UAQ retirado

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