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Al igual que la enorme mayoría de las filósofas, artistas, científicas y lideresas políticas, Hannah Arendt, con toda la potencia de su pensamiento, ha sido relativamente ignorada, salvo en algunos medios. El pasado día 4 de diciembre se han cumplido 50 años su fallecimiento.
Su vida no fue tranquila. Como todos los judíos alemanes de su tiempo sufrió la persecución nazi y se vio en la necesidad de vivir en el exilio. Ello la convirtió en una apátrida, condición sobre la que reflexionó y señaló como una importante estrategia de los totalitarismos: despojar a los individuos de su personalidad jurídica los deja sin el amparo del estado y totalmente vulnerables a las más atroces injusticias: nadie se ocupa de su defensa.
En su obra monumental Los orígenes del totalitarismo (1951), Arendt ofrece un análisis profundo y aterrador de un fenómeno político nuevo que va más allá de la tiranía y la dictadura y que solo dos regímenes del siglo XX alcanzan a cabalidad: el nazismo y el estalinismo.
Cuando Arendt publicó su extenso estudio, cualquiera podía criticar al régimen de Hitler; no así al de la Unión Soviética que seguía siendo considerado un valladar contra el imperialismo capitalista para casi todo pensamiento de izquierda. Su tesis central es que estos regímenes logran una destrucción del espacio de la acción política y de la pluralidad humana, elementos esenciales para la libertad.
Las tiranías tradicionales buscan el poder absoluto y castigan la disidencia; en cambio, los regímenes totalitarios aspiran a la dominación total sobre cada individuo convirtiendo a los humanos en seres superfluos, meros engranajes de un sistema.
Antes, se ha dejado a las personas en la más terrible soledad al despojarlas de cualquier pertenencia a su clase o grupo para transformarlas en masa, en una condición de atomización social. Entonces, se posibilita movilizar fácilmente a las personas al sujetarlas a la promesa de una pertenencia llena de nuevo sentido, un futuro luminoso.
El culmen de la dominación totalitaria es el campo de concentración y exterminio, solución común del nazismo y del estalinismo.
Naturalmente, el análisis de Hannah Arendt no es solo retrospectivo, sino que permite localizar rasgos del totalitarismo —aunque sea en forma parcial— en regímenes contemporáneos que se pueden ver entonces como una amenaza. Véase, por ejemplo, la degradación actual de los inmigrantes, la condición de apátridas que logra el régimen de los Ortega en Nicaragua o los campos de entrenamiento y exterminio que dicen que no había en Jalisco. Su obra es, pues, una defensa de la pluralidad, la acción política libre y la necesidad de un espacio público en donde las personas puedan debatir en su diversidad y construir nuevos espacios comunes.
En 1961, se enjuicia al exnazi Adolf Eichmann en Jerusalén y Arendt es comisionada por la revista The New Yorker para cubrir el juicio y escribir un artículo. Ello se convierte en un libro, publicado en 1963: Eichmann en Jerusalén: Adolf Eichmann y la banalidad del mal. Desde la publicación y hasta hoy, el subtítulo no ha estado exento de controversia. En verdad, Arendt no pretende afirmar que el mal sea algo banal, sino que queda sorprendida al no encontrar un monstruo en el operador de la “solución final” del exterminio de judíos europeos por parte del nazismo; sino alguien terriblemente simple; no una fuerza demoniaca o sádica, sino una obediencia incapaz de juzgar, una ausencia de pensamiento: un individuo banal, pues. Una persona que justifica sus actos como fruto de la disciplina.
Como para recordar aquí a Max Weber cuando, describiendo la dominación burocrática señala que el honor del burócrata es cumplir órdenes; pero que si una persona no es capaz de decir a su jefe: “o me ordena Usted esto, o renuncio” y llegado el caso, el superior insiste en una orden carente de sentido o de justicia y así y todo no se renuncia, la persona no es digna de serlo.
Académico de la UAQ en retiro
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