Los motivos por los que existen elementos verticales de gran formato en las ciudades obedece sin duda a que van desde el deseo de mostrar fuerza y poderío hasta satisfacer necesidades vitales, como propiciar que el agua de uso público llegue hasta los hogares de los habitantes de diferentes barrios.
Tratándose del agua, la necesidad de llevarla impulsada a sus destinatarios, está ligada, casi siempre con lograr un determinado impulso gracias a la presión que se genera al proyectar el torrente con la fuerza, ya sea de la gravedad o de la propulsión mecánica que se alcance.
Las instalaciones para estos fines suelen ser altas y bastante feas como para buscar la manera de no tener que verlas cotidianamente. Estos motivos tan prosaicos, frecuentemente, nos llevan a buscar soluciones estéticas que acaban por convertirse en icónicas a lo largo del tiempo porque esas instalaciones llegan a representar la fuerza y poderío de los que hablábamos al inicio de estas líneas.
Cierto es que estos hitos en las ciudades son frecuentes y se integran al contexto con gran facilidad. Recuerdo, y no solamente se trata de instalaciones hidráulicas, las torres de San Gimignano en la región de la Toscana, muy cerca de Siena en Italia. Torres tan medievales y hermosas fueron pausa obligada en las peregrinaciones a Roma y resguardo para defenderse de las agresiones del pueblo turco, que con el tiempo se han convertido en un espacio cultural para exhibir obras de arte.
O la Torre de Hércules, último faro romano en el mundo que dirige el tráfico marítimo. Y las muchas catedrales medievales que han competido con la altura de sus torres en el horizonte europeo, basten unos ejemplos para recordar: Saint Paul, en Londres, o Kölner, en Alemania.
Es como si las ciudades buscaran sus distintivos. Para nosotros el ejemplo más nutrido aunque no tan alto en la ciudad de México es la Columna de la Independencia con nuestro bien amado Ángel, que custodia todas las marchas sin prejuicios o la Torre Latinoamericana, que fue el primer rascacielos mexicano y ahora la Torre Mayor y todo lo que vendrá como eco de lo que sucede en Dubai y aquellos tan árabes lares que están llegando a la exagerada dimensión de más de un kilómetro de altura, que en un par de años seguirán vigentes.
Pero quiero reconocer la riqueza de nuestras torres tan simbólicas y entrañables: Las Torres de Satélite, que estamos tan acostumbrados a ellas y que no obstante, pocos nos detenemos a pensar qué hacen allí. Pues originalmente se pensaron porque con la nueva creación del gran fraccionamiento conocido como Ciudad Satélite, que era enorme para su época, iba a necesitar ayuda mecánica para hacer llegar el agua a todas las viviendas programadas y se necesitaba la presión del chorro para lograr que llegara a buen fin en la superficie. Si se hubiera hecho una instalación común habría sido realmente horrenda.
Con el reto de quitarle lo feo a las instalaciones se convocó a dos grandes artistas mexicanos; uno de ellos, maestro del espacio: Luis Barragán el gran arquitecto ganador del Premio Pritzker y Mathías Goeritz, su colaborador y amigo, artista plástico, quienes además “invitaron al pastel” al colorista más importante de su tiempo, esteta y gran artista popular Chucho Reyes, quien era el mago de la tradición y el color.
Entre los tres idearon cubrir aquellos tanques con cinco torres a manera de prismas triangulares, de gran y diversa altura para que de manera esquemática, fueran una abstracción simbólica de una mano abierta con sus cinco dedos para darle la bienvenida a los nuevos habitantes de Ciudad Satélite y de paso, cubrir los tanques de almacenamiento del agua, mientras dotaban de símbolo a esa nueva época en la historia del desarrollo urbano mexicano.
Con el paso del tiempo se han vuelto entrañables e inspiradoras, tanto que en 1968, con una idea del Arq. Pedro Ramírez Vázquez, encabezaron la gran colección de esculturas urbanas, donadas por algunos de los diferentes países que participaron en la XIX Olimpiada. A partir de allí se mostraron 19 esculturas internacionales de gran formato que complementaron un horizonte vacío de construcciones que era el borde del Anillo Periférico, lo que permitió el lucimiento de la única colección de escultura urbana de su tiempo que nunca se volvió a repetir.