El pasado 1 de agosto –sin temor a exagerar– las y los habitantes de la Ciudad de México, pero también quienes defendemos derechos humanos desde otros territorios, despertamos violentamente del sueño colectivo de vivir en un Estado de derecho que procura seguridad y justicia. Ese día, en un departamento de la céntrica Colonia Narvarte del Distrito Federal, cinco personas –Rubén Espinosa, Mile Virginia Martín, Alejandra Negrete, Yesenia Quiroz y Nadia Vera– fueron torturadas, algunas de ellas sometidas a la violencia sexual y todas asesinadas a sangre fría. La reacción de los medios de comunicación y la sociedad civil fue una condena generalizada, pero también expresando un miedo que no se había sentido desde hacía mucho tiempo. Se ha dicho que el móvil del asesinato puede ser la labor periodística de Rubén Espinosa, lo cual es una causa más que probable; pero también se ha señalado –a partir de un juicio más producto del estigma discriminatorio que de la evidencia– que el hecho de sangre también podría estar relacionado con la implicación de una de las mujeres de nacionalidad colombiana con el crimen organizado. No sabemos exactamente qué ocurrió aquél día. Es lógico que los testigos –si es que los hubo– no levanten la voz, puesto que frente a la incertidumbre lo lógico es callar para no quedar atrapado en esa vorágine de violencia y destrucción.
Ahora bien, se trate de la libertad de expresión o de un delito del fuero común, lo cierto es que después de este hecho no podemos decir que vivimos en un Estado de derecho que protege la integridad y los derechos humanos. A menos, claro, que se realice justicia de manera pronta y expedita, lo que de todas maneras no es muy probable a la luz de los antecedentes de nuestras instituciones judiciales. La mayoría de los delitos en este país no se denuncian, y la razón es clara: la justicia es un bien que escasea, que se puede comprar, que se puede manipular de acuerdo a lo que los medios de comunicación esperan y que genera que muchas personas inocentes sean procesadas de manera injusta. En este ambiente, ¿cómo espera la autoridad que denunciemos? ¿Por qué depositar nuestra confianza en instituciones que sistemáticamente la han roto y nos han defraudado? La razón es que nosotros y nosotras, como ciudadanas y ciudadanos que quieren una sociedad más justa y democrática, tenemos que asumir nuestra posición histórica como agentes del cambio en un momento en el que parece que la autoridad no va a reaccionar en un sentido distinto que el de la inercia y la costumbre que legitiman la impunidad.
Entonces nos toca una tarea muy dura: exigir justicia y colaborar con la autoridad, teniendo miedo y sabiendo que las expectativas de éxito son bajas. Pero no podemos desentendernos de lo que le debemos a las víctimas: por supuesto, a Rubén, quien arriesgó la vida y la tranquilidad para informarnos de los infiernos en Veracruz; pero también se lo debemos a Mile, Alejandra, Yesenia y Nadia, de quienes poco se habla en los medios de comunicación, como no sea para ofrecer informaciones prejuiciadas, que casi las culpan por su destino trágico a causa de alguna de sus características o actividades. Es cierto que la vulnerabilidad social acecha de manera particular a quienes ejercen el periodismo, a las personas activistas por los derechos humanos, a las migrantes y a las trabajadoras del hogar –y entonces la procuración de justicia en México tendría que hacerse siempre con perspectiva de derechos humanos y no discriminación–; pero también es verdad que todas y todos tenemos miedo. Temor a experimentar la desaparición forzada, el secuestro, la violencia, el asesinato y que las fotos de nuestros cadáveres sean exhibidas en los periódicos amarillistas que promueven una cultura del miedo y no una cultura de paz. No podemos seguir así. Y nos toca a la sociedad civil –porque el gobierno ya evidenció su falta de voluntad para el cambio– exigir que las muertes de estas personas no queden en la impunidad, así como tampoco ningún crimen pasado o futuro.