Kristel González

Un dilema entre memoria, poder y patrimonio universal

México también tiene historias que dialogan con este dilema. Un ejemplo es el mural Dualidad de Rufino Tamayo, creado para el Palacio de Bellas Artes

En las salas silenciosas de los grandes museos, miles de objetos observan a los visitantes con una historia que no siempre se cuenta. Piezas milenarias, esculturas, máscaras, manuscritos y pinturas que, en muchos casos, salieron de sus lugares de origen no por acuerdos justos, sino por saqueos, guerras, colonización o robos sistemáticos. La pregunta que persiste es incómoda: ¿deben los museos devolver las obras robadas?

En el siglo XIX, Lord Elgin retiró los frisos del Partenón griego y los trasladó a Londres, donde aún permanecen en el Museo Británico pese a décadas de reclamos de Grecia. En África, las expediciones coloniales británicas y francesas saquearon esculturas y bronces, como los célebres Bronces de Benín, tomados en 1897 tras la invasión del reino homónimo. En Egipto, la piedra Rosetta —clave para descifrar los jeroglíficos— fue arrebatada por tropas francesas y luego pasó a manos británicas, sin que hasta hoy haya regresado a su tierra natal. El siglo XX no estuvo exento. Durante la Segunda Guerra Mundial, el régimen nazi confiscó sistemáticamente obras pertenecientes a familias judías, muchas de las cuales terminaron en colecciones privadas o museos europeos y estadounidenses. Aunque algunas han sido restituidas, aún existen litigios abiertos y obras cuya procedencia sigue siendo dudosa.

México también tiene historias que dialogan con este dilema. Un ejemplo es el mural Dualidad de Rufino Tamayo, creado para el Palacio de Bellas Artes en la década de 1960. Por circunstancias complejas, la obra terminó en manos privadas y permaneció fuera del país durante años. No se trató de un saqueo colonial, pero sí de un episodio donde una pieza de enorme valor cultural estuvo alejada de su contexto original. Su regreso fue posible gracias a la intervención del gobierno mexicano y a la colaboración de mecenas privados, demostrando que la restitución no siempre es una batalla entre estados, sino también un acto de voluntad colectiva para recuperar la memoria artística.

Las posturas frente a la restitución son variadas. Quienes defienden que las obras permanezcan en los museos donde están sostienen que han sido preservadas de guerras, catástrofes y negligencia, y que allí pueden ser contempladas por un público global. Afirman que el arte es patrimonio de la humanidad y que su acceso no debería depender de fronteras. Además, en algunos casos, temen que los países de origen no cuenten con las condiciones para su conservación.

Por otro lado, los defensores de la devolución recuerdan que detrás de cada pieza hay un contexto cultural que no puede trasladarse a una vitrina extranjera. Las obras no son solo objetos bellos: son testimonios vivos de una identidad, de creencias, de historias colectivas. Quitarles su lugar original es despojarlas de parte de su significado. La restitución, argumentan, no solo repara un robo histórico, sino que devuelve a las comunidades un fragmento de su memoria y dignidad.

En los últimos años, la presión internacional ha dado frutos. En 2021, Francia devolvió 26 obras saqueadas en 1892 a Benín, un acto celebrado como histórico. Alemania también inició el retorno de varios bronces a Nigeria. Estos gestos abren la puerta a un diálogo más equilibrado, aunque cada caso es distinto y las soluciones no siempre son sencillas. En el fondo, la discusión toca fibras profundas. ¿Debe prevalecer la idea de un “valor universal” del arte que justifica su permanencia en grandes capitales, o el respeto por la soberanía cultural de los pueblos de donde provienen? ¿Qué pesa más: la oportunidad de que millones de personas vean una obra, o el derecho de una comunidad a custodiarla en su propio territorio?

No hay una única respuesta, pero sí una certeza: cada pieza en disputa es una oportunidad para repensar cómo nos relacionamos con la historia, el poder y la justicia cultural. Tal vez, más allá de devolver o retener, la verdadera pregunta sea cómo construir un modelo de cooperación en el que el arte deje de ser botín y vuelva a ser puente. En ese sentido, los museos del futuro podrían transformarse en lugares no solo de exhibición, sino de reparación y diálogo, reconociendo que la belleza de una obra no se mide solo por su estética, sino también por la honestidad de su historia.

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