“El aura” de una obra de arte, según el filósofo alemán Walter Benjamin, reside en su autenticidad: la huella del artista, su estilo, la historia detrás de su creación, así como su presencia irrepetible en un lugar y tiempo específicos. En su influyente ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936), Benjamin argumenta que tecnologías como la fotografía y el cine comenzaban a destruir esa aura. La posibilidad de crear infinitas copias idénticas despojaba a la obra de arte de su “aquí y ahora”, de su valor ritual, de su singularidad. Aunque este proceso democratizaba el acceso, también reducía la experiencia estética a algo más plano, más cotidiano, más manipulable.
Una fotografía de la Mona Lisa no es la Mona Lisa. Es una copia accesible a millones, pero desprovista de contexto, de historia, de presencia material. Hoy no solo reproducimos: copiamos, pegamos, descargamos, compartimos, remezclamos, subimos. Una obra de arte, una fotografía periodística o un instante íntimo se convierten en datos replicables al infinito, disponibles al instante en pantallas de todos los tamaños. En esta lógica, el “original” se diluye hasta volverse casi irrelevante; lo que importa es el flujo, no tanto la obra en sí. La experiencia única se diluye en la repetición infinita de copias idénticas.
Si la reproductibilidad técnica fue un terremoto para el aura, la era digital representa su Big Bang definitivo. Las imágenes circulan desarraigadas, despojadas de contexto. Un cuadro de Van Gogh visto en un teléfono entre notificaciones, una escena de una película convertida en meme, una noticia grave compartida junto a un video de un gato. La experiencia singular de encuentro con la obra en su espacio-tiempo sagrado se reemplaza por un consumo fragmentado, simultáneo, interrumpido. El aura requería distancia contemplativa; la pantalla invita al scroll veloz.
Además, lo digital transforma la noción de originalidad. Toda imagen o sonido puede ser alterado, intervenido, resignificado con facilidad. La idea de un “original” auténtico e inalterable, base del aura benjaminiana, se vuelve obsoleta. Lo digital es mutable por naturaleza. Ya no es necesario un soporte físico único: la obra existe como código, es inmaterial, ubicua. Su “aquí” es la nube; su “ahora”, el presente perpetuo y simultáneo.El volumen de información genera un ruido constante. Incluso la obra más potente lucha por destacarse. La contemplación profunda que el aura exigía se ve casi imposibilitada por un entorno saturado de estímulos y competencia por la atención. La experiencia de asombro se disuelve ante la indiferencia generada por el exceso.
Además, la facilidad para recontextualizar lo visual y sonoro multiplica esta disolución: un cuadro se vuelve meme, una sinfonía se convierte en música de fondo para un TikTok. La unicidad y la integridad contextual se evaporan. Sin embargo, sería reduccionista ver solo pérdida en este proceso. Lo digital también genera nuevos rituales: la viralización, los likes, los comentarios, las comunidades online. Incluso surgen nuevas formas de “aura”, más fluidas, tal vez colectivas. ¿Tiene aura un NFT por su supuesta unicidad digital verificada? ¿O una transmisión en vivo, compartida en tiempo real por miles de personas?