Kristel González

Prácticas creativas más allá del estudio

La autoría se diluye o se comparte; el artista deja de ser un emisor único para convertirse en mediador, facilitador o acompañante de procesos.

Durante mucho tiempo, el arte ha sido concebida como una práctica que nacía en el aislamiento del estudio: un espacio íntimo donde el artista producía obra para luego ser exhibida, evaluada y consumida. Esta idea, profundamente arraigada en la historia del arte occidental, colocó al artista como una figura individual y separada de su contexto inmediato. Sin embargo, en las últimas décadas, esta visión ha sido cuestionada y ampliada por prácticas creativas que desplazan el centro de producción hacia lo comunitario, lo colectivo y lo situado. El arte deja entonces de ser únicamente un objeto terminado y se transforma en una acción compartida, una experiencia viva que ocurre en relación con otros.

El arte comunitario surge, en gran medida, como respuesta a contextos de exclusión, desigualdad o invisibilización, pero también como una necesidad de reconectar el acto creativo con la vida cotidiana. Murales, intervenciones en el espacio público, talleres colectivos, performances sociales o procesos de creación colaborativa no buscan únicamente embellecer un lugar, sino activar la memoria, la identidad y el diálogo. En estas prácticas, la obra final pierde centralidad: lo verdaderamente significativo es el proceso, el encuentro y la posibilidad de construir sentido en común. El arte se convierte en un lenguaje compartido que no exige formación previa ni pertenencia a un circuito cultural específico.

El arte en el espacio público, en particular, cuestiona quién tiene derecho a crear y quién tiene derecho a mirar. Al salir de museos y galerías, el arte se vuelve accesible, cercano y, en ocasiones, incómodo. Interpela a personas que no necesariamente se consideran público del arte y rompe con jerarquías culturales que históricamente han definido qué expresiones son válidas y cuáles no. Estas acciones suelen estar profundamente ligadas a contextos culturales específicos: territorios indígenas, comunidades migrantes, disidencias de género, colectivos barriales o grupos históricamente marginados que encuentran en la creación una forma de enunciación simbólica y política.

El muralismo, como una de las expresiones más visibles del arte comunitario, también ha atravesado procesos de revisión crítica. Tradicionalmente narrado desde figuras masculinas y discursos heroicos, hoy se resignifica cuando mujeres y disidencias ocupan el muro desde otras preguntas: el cuidado, la memoria íntima, el territorio, los afectos y las luchas cotidianas. El muro deja de ser únicamente un soporte monumental y se convierte en un espacio de escucha, donde lo colectivo no se impone desde el poder, sino que se teje desde experiencias situadas y cuerpos históricamente invisibilizados.

En este sentido, el arte comunitario no habla sobre las comunidades, sino desde ellas. La autoría se diluye o se comparte; el artista deja de ser un emisor único para convertirse en mediador, facilitador o acompañante de procesos. La obra no impone un discurso externo, sino que se construye a partir de saberes locales, memorias orales, rituales, afectos y experiencias encarnadas. Crear en comunidad implica escuchar, ceder control y aceptar que el resultado no siempre será predecible ni fácilmente clasificable.

Estas prácticas también amplían la noción de identidad al entenderla como un territorio compartido que se construye en relación con otras personas, historias y contextos. Frente a la idea del genio creador aislado, el arte comunitario reconoce identidades colectivas, híbridas y en constante transformación, atravesadas por la memoria, el territorio, el género, la clase y la experiencia vivida. En este tipo de creación, la identidad no se define únicamente por lo que se muestra, sino por lo que se comparte y se sostiene en común.

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