Desde sus orígenes, el arte ha estado vinculado a las necesidades espirituales, sociales y simbólicas del ser humano. En las culturas antiguas, el arte era inseparable del rito, del mito y de la vida comunal. Pinturas rupestres, máscaras, danzas o tejidos no se creaban para un espectador individual ni para un mercado, sino como ofrenda, memoria o celebración colectiva, es decir, se ofrendaba para las cosechas en los cambios de estación, eran era exclusivo para uso en rituales o preservación de la cosmovisión . Sin embargo, a medida que las sociedades se transformaron, también cambió la visión sobre el propósito y el destinatario del arte. Hoy, en un mundo hiperconectado y saturado de imágenes, cabe preguntarse: ¿para quién creamos arte en el presente?
Un punto de inflexión en esta reflexión lo marca Walter Benjamin con su ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (1936). Allí propone que, con la invención de la fotografía y el cine, el arte pierde su "aura": esa unicidad ligada a su contexto original, a su ritual o a su función sagrada. Esta pérdida no es sólo técnica, sino también simbólica: el arte ya no está destinado exclusivamente a una élite o a lo trascendente, sino que comienza a hablarle a las masas. La posibilidad de reproducir una obra infinitas veces democratiza el acceso, pero también cambia la experiencia estética: se vuelve más inmediata, fragmentaria y cotidiana. A partir de ahí, se abre una nueva etapa. El arte deja de estar encerrado en templos o museos, y comienza a habitar también la calle, la pantalla, el cuerpo y la voz. Surgen preguntas incómodas: ¿El arte debe complacer? ¿Debe educar, denunciar, provocar, sanar? Ya no basta con hacer arte por arte; hay una pulsión ética, política o existencial en muchos creadores. Movimientos como el arte conceptual, el performance o el arte relacional desplazan el objeto artístico para centrarse en la experiencia, el proceso o el vínculo con el otro.
En el arte contemporáneo, la figura del “espectador” también se transforma. Ya no es un ente pasivo que contempla, sino alguien que participa, que interpreta, que incluso completa la obra. El arte se dirige ahora a múltiples destinatarios posibles: comunidades, colectivos, minorías, infancias, pacientes, activistas, algoritmos. A veces se crea para el espacio público, otras veces para uno íntimo o virtual. En algunos casos, el arte ni siquiera necesita un “para quién”; es una urgencia del alma, una forma de resistir, de existir. Hoy muchos artistas crean desde lo autobiográfico, lo local, lo afectivo. Se recuperan saberes ancestrales, se experimenta con materiales efímeros o reciclados, se hibridan disciplinas. El arte ya no busca necesariamente perdurar, sino conectar, aunque sea por un instante. Y en esa conexión, en esa grieta, ocurre algo poderoso: el arte nos recuerda que seguimos vivos, que todavía sentimos, que no estamos solos.
Así, la pregunta “¿para quién creamos arte?” no tiene una sola respuesta, pero sigue siendo vital. Porque al nombrar a ese otro —visible o invisible—, también nos nombramos a nosotros mismos. En cada trazo, palabra o gesto creativo se esconde un puente: entre el yo y el otro, entre el pasado y el presente, entre lo íntimo y lo colectivo. Crear arte es también una forma de habitar el mundo, de darle sentido a lo que nos atraviesa, de transformar la experiencia humana en algo compartible, legible, tal vez sanador. Hoy, el arte puede ser una trinchera, un refugio, una provocación o una caricia. Puede estar hecho para la comunidad, para una sola persona, para una causa, para uno mismo o incluso para el futuro. Algunos artistas trabajan pensando en la posteridad; otros, en la inmediatez de una mirada que cruce con la suya en una sala, en una pantalla, en una plaza. En ese cruce, en esa posibilidad de encuentro, el arte cobra vida.
Y quizás ahí esté su poder: no tanto en lo que representa, sino en lo que provoca. En su capacidad de abrir preguntas más que cerrar respuestas, de tocar fibras invisibles, de activar memorias dormidas, de imaginar otros mundos posibles. Porque más allá del destinatario concreto, el arte se dirige siempre a quien esté dispuesto a sentir. Y ese otro, aunque cambie con el tiempo, sigue siendo el espejo donde descubrimos quiénes somos y qué nos importa.
Crear arte, entonces, es un acto profundamente humano, lleno de dudas, deseo, contradicción y esperanza. Un acto que nos recuerda que lo estético también es político, espiritual y afectivo. Y que preguntarnos “para quién creamos” es, en el fondo, preguntarnos por qué seguimos creando.