El azul ultramar empezó a tomar gran importancia desde su popular uso en las pinturas religiosas, creando la imagen de la virgen con un hermoso manto azul que se quedaría como estándar hasta hoy día. La idea del azul como color divino y puro se trasladó a los fondos de los soberanos para proyectar esa misma sensación de importancia divina, pronto se ocupaba en los ropajes y escudos de familias reales o con gran poder económico dentro de la sociedad; colocando al azul como el color más importante y de un uso más restringido y sumamente codiciado, sumando a esto, la extracción del lapislázuli cada vez menos puro y complejo de trasladar desencadenaba que alcanzara costos incluso más altos que el mismo oro.

Todos los reyes o condes empezaron a apoderarse del uso del azul ultramar llegando a pedir tinciones especiales a sus más elegantes trajes, esta idea de divinidad y misticismo que rodeaba al azul empezó a crear la idea de la existencia de “sangre celestial” o “sangre azul” dentro de la sociedad aristócrata, llenando de esta idea romántica que su posición económica residía en que habían sido bendecidos por una suerte divina y por esa razón estaban por sobre la demás población. Esta idea no sólo habitó en las sociedades aristócratas, también viajó y se desarrolló en la literatura, arraigada culturalmente a la idea de encontrar a esa persona ideal que responderá a cubrir todas las necesidades dentro de una vida en pareja. Además del mito del héroe o salvador, “El príncipe azul” representa a aquel hombre valeroso que recorre un largo camino lleno de proezas, acumulando experiencias y victorias para poder asentarse y vivir tranquilo al lado de una hermosa dama, velando por su bienestar y acompañándose hasta el resto de su vida.

Pero todos estos factores de aportar cierto toque divino y un uso muy limitado, sólo provocan el aumento desmedido en el precio de este pigmento; lo que a su vez orillaba a los artistas y artesanos a buscar otras opciones para encontrar otro azul que fuera igual de brillante y de estable como el lapislázuli. Fue en 1824, que la Sociedad de Fomento de la Industria en Francia ofreció una recompensa de 6,000 francos a quien fuera capaz de crear un azul ultramar sintético y estable de menor coste al original. Cuatro años después fue Jean-Baptise Guimet quien descubrió una fórmula de azul ultramarino sintético, para su creación calentaba una mezcla de sosa cáustica, caolín, carbón vegetal, cuarzo y azufre, dando como resultado una sustancia vidriosa de color verde que debía dejar enfriar para despues pulverizar y lavar antes de recalentar para poder obtener un polvo de un tono azul muy brilloso.

El coste del azul ultramar francés, que fue el nombre del nuevo pigmento sintético, era exponencialmente más barato que su original, pues llegaba a ser 20 veces menor que el pigmento mineral; el azul ultramar francés se había convertido en el estándar de un pigmento sintético que desencadenaría una serie de experimentación con nuevas síntesis para futuros colores artificiales. Sin embargo, los artistas se quejaban que este nuevo azul era demasiado plano, pues sus partículas al ser elaboradas bajo un procedimiento controlado hacía que todas sus partículas fueran de igual tamaño y así reflejaran la luz del mismo modo, a diferencia de la molienda artesanal del lapislázuli que daba partículas de diversos tamaños y densidades mostrando a la luz diferentes intensidades de refracción de luz.

En 1960, el artista francés Ives Klein patentó el International Klein Blue (IKB) un pigmento azul de un tono personal, partiendo de la idea de crear un azul ultramar francés pero con tamaños de partículas variados y mezclado con una resina brillante.

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