El ego en la vida del artista puede transformarse en una trampa sutil. Lo que inicialmente parece una afirmación de identidad puede volverse un encierro, una defensa rígida que limita la escucha, el aprendizaje y la posibilidad de transformación. Cuando el ego deja de ser puente y se vuelve muro, el arte pierde su capacidad de conexión con el otro, con lo colectivo y con lo trascendente.

En la historia del arte abundan ejemplos de este ego desbordado. Salvador Dalí, por ejemplo, cuya genialidad es incuestionable, fue también presa de una teatralidad narcisista que, con el tiempo, diluyó la profundidad simbólica de su obra en favor del espectáculo personal. Algo similar ocurrió con Jeff Koons, quien ha sido criticado por la excesiva comercialización de su arte y por delegar completamente su proceso creativo, mientras se posiciona como figura central del “producto”. En ambos casos, el ego artístico eclipsa la obra y reduce su capacidad de resonar más allá del creador.

Un ego desbordado no busca comprender, sino imponer. No se deja interpelar por la crítica ni por la duda; al contrario, las evita para no enfrentarse con la posibilidad del fracaso o de la incompletud. El ego negativo no es adaptable, sino rígido; no se abre al mundo, sino que lo interpreta únicamente desde su necesidad de reconocimiento. En lugar de sostener una visión personal, la deforma para que encaje en una narrativa de validación externa.

Desde una mirada antropológica, el arte ha sido históricamente un espacio de mediación entre el individuo y la comunidad, entre lo visible y lo invisible. En muchas culturas originarias, el acto creativo no respondía al impulso del “yo”, sino al llamado del grupo, de los ciclos naturales, de lo sagrado. El artista no se entendía como un ente separado, sino como parte de un tejido mayor. En cambio, la exaltación moderna del ego ha transformado al creador en una figura solitaria, a menudo desvinculada de su contexto y ajena al diálogo con lo colectivo.

Desde la filosofía, el ego excesivo puede concebirse como una ilusión peligrosa. Para corrientes como el budismo o el pensamiento de Foucault, la identidad no es una esencia fija, sino una construcción en permanente movimiento. Un ego que se cristaliza impide ese movimiento, volviendo al artista prisionero de una imagen de sí mismo que debe sostener a toda costa. En lugar de ser un canal para lo desconocido, se convierte en un repetidor de su propio reflejo.

El ego desbordado no permite fallar, y sin falla no hay aprendizaje. Si el artista teme errar porque su valor personal está atado a su obra, entonces el proceso creativo se vuelve tenso, ansioso y calculado. La obra pierde su vitalidad, su riesgo y su potencia transformadora.

Incluso la voluntad de poder que Nietzsche propone como impulso creador puede distorsionarse cuando el ego busca someter, poseer o dominar a través del arte, en lugar de habitar la vulnerabilidad de quien crea con autenticidad. La libertad, como diría Simone de

Beauvoir, conlleva una responsabilidad que el ego inflado no siempre está dispuesto a asumir: la de mirar más allá de sí mismo y responder al mundo con verdad.

El ego, cuando se convierte en fin en sí mismo, bloquea la apertura a lo imprevisible, a lo que aún no ha sido dicho, a lo que exige escucha profunda.

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