En el mundo del arte, donde se exalta la individualidad y la expresión personal, el ego puede ser tanto un combustible como un obstáculo. Si bien cierta dosis de ego es necesaria para sostener una voz propia y persistir en el acto creativo, llegar a desbordarlo puede oscurecer la autenticidad del artista y desconectarlo de su entorno. La figura del “genio solitario”, tan idealizada en la historia del arte occidental, ha alimentado un imaginario en el que el sufrimiento, el aislamiento y la superioridad intelectual son sinónimos de talento. Este mito, que se consolidó durante el Romanticismo, sigue operando como una narrativa invisible que moldea el modo en que muchos artistas se perciben a sí mismos y a su lugar en el mundo.
Cuando el ego de un artista se vuelve protagonista, el arte deja de ser ese canal de conexión para volverse un espejo que sólo refleja su propia imagen. El artista comienza a crear no para comunicarse o transformar, sino para ser admirado, reconocido o validado. En este punto, la obra pierde su capacidad de resonar con los demás, porque ha sido concebida desde el aislamiento emocional. La búsqueda de originalidad se convierte en un acto defensivo, donde se evita el diálogo con el público o con otros creadores por temor a “contaminar” la pureza de la propia visión.
Desde la mirada de Nietzsche, este fenómeno puede ser interpretado como una deformación de la idea del Übermensch. El Superhombre nietzscheano no es quien se siente superior, sino quien se atreve a crear sus propios valores y transitar la vida con una voluntad de sentido. Sin embargo, si el artista se queda atrapado en una versión superficial de esta idea, puede confundir la libertad creativa con una especie de narcisismo disfrazado de rebeldía. En lugar de trascender sus miedos e inseguridades, se aferra a una imagen grandiosa de sí mismo que le impide evolucionar.
Heidegger, por su parte, nos habla de la autenticidad como un modo de habitar el mundo desde la conciencia de nuestra finitud. Un artista auténtico crea desde la vulnerabilidad, desde la verdad de su ser, y no desde la imagen que desea proyectar. Cuando el ego domina, el artista cae en lo que Heidegger llama el “uno” (das Man): una forma inauténtica de existir, en la que se vive según lo que “se dice” o “se espera” de un artista. En este estado, se pierde la conexión con el propósito original de crear: el deseo profundo de comunicar algo esencial, de tocar al otro, de dejar una huella significativa.
La desconexión provocada por el ego también puede observarse desde una perspectiva antropológica. En muchas culturas ancestrales, el arte no era una expresión individual, sino colectiva, espiritual, incluso medicinal. El artista era un canal, no un ídolo. La función del arte era curar, unir, narrar la memoria de un pueblo. Hoy, en un mundo que premia la hiperindividualidad y la competencia, esa dimensión ritual y comunitaria del arte ha sido desplazada. Recuperarla implica no sólo un cambio de práctica, sino una transformación interior: descentrarse, volver al cuerpo, al juego, al error, al silencio.
El ego en sí no es algo negativo. En realidad, forma parte esencial de nuestra estructura psíquica: nos da un sentido de identidad, nos permite diferenciarnos del entorno, sostener límites y afirmar nuestras decisiones. Para los artistas, el ego cumple una función vital al ayudarlos a defender su visión.