La belleza parece, a primera vista, un territorio estable: aquello que conmueve, que atrae, que provoca un reconocimiento inmediato. Sin embargo, cuando la observamos desde la antropología, la belleza deja de ser un atributo fijo para revelarse como un espejo del mundo social. Lo bello no es una esencia, sino una construcción que se mueve con los ritmos de cada época; es un lenguaje que transforma los valores, los deseos y los miedos de cada comunidad en formas visibles.
En las sociedades antiguas, la belleza estaba profundamente ligada a la supervivencia y al orden cósmico. Las primeras esculturas femeninas del Paleolítico, como las llamadas “Venus”, no buscaban representar un ideal estético en el sentido actual. Su exageración de senos, vientres y caderas apuntaba a la fertilidad, a la abundancia, a la continuidad del clan. La belleza era eficacia simbólica: aquello que garantizaba prosperidad. Lo bello, entonces, era aquello que protegía.
Con el surgimiento de las civilizaciones agrarias, la belleza comenzó a alinearse con el orden y la proporción. En el Egipto faraónico, la simetría y el equilibrio apuntaban a la idea de maat, la armonía universal. En la Grecia clásica, la belleza se volvió matemática: el canon de Policleto, el número áureo y la geometrización del cuerpo buscaban convertir a la figura humana en la medida de todas las cosas. Pero incluso este ideal, aparentemente universal, respondía a una visión particular del mundo, donde el cuerpo era una encarnación del orden racional. Lo bello era lo que imitaba la perfección del cosmos.
Con la Edad Media europea, la belleza se espiritualizó. En un mundo marcado por la fe y el temor a lo efímero, lo bello ya no residía en la forma sino en lo que la forma señalaba: la promesa de lo eterno. Las figuras estilizadas, las proporciones imposibles y los fondos dorados del arte medieval no buscaban imitar el mundo terrenal, sino elevarlo. Lo bello se tornó trascendente, una ventana hacia lo divino. La belleza era, sobre todo, mensaje.
El Renacimiento retomó la centralidad del cuerpo y reinstaló la idea de belleza como una armonía natural, aunque ahora atravesada por la ciencia, la perspectiva y el humanismo. La belleza renacentista conectaba la razón con los sentidos: el mundo era comprensible y, por lo tanto, representable. Pero la modernidad pronto quebró esa claridad. Las revoluciones industriales y sociales del siglo XIX dieron paso a nuevas sensibilidades: la melancolía romántica, la sensibilidad burguesa, la fascinación por lo sublime, que ya no era bello por su forma sino por su capacidad de desbordar. La belleza se volvió emoción.
El siglo XX radicalizó este movimiento. Las vanguardias rompieron con la idea de que la belleza debía ser agradable, equilibrada o incluso reconocible. Lo bello se volvió conflicto, provocación, crítica. Un objeto ordinario podía ser arte; una fotografía de un cuerpo disidente, también. La belleza dejó de ser una categoría estética para convertirse en un espacio político.