La noción del arte como ritual trasciende la mera producción de objetos estéticos para adentrarse en el territorio de lo simbólico, lo transformativo y lo profundamente humano. Este concepto postula que el proceso creativo puede operar como un ceremonial moderno, un acto cargado de intención simbólica cuyo valor primordial no reside en la obra terminada, sino en el poder catártico de su ejecución. Lejos de ser una mera representación, el acto artístico se convierte en el vehículo para una metamorfosis personal y espiritual, donde el artista utiliza materiales, gestos y su propio cuerpo como instrumentos de sanación y conexión. La obra de Ana Mendieta se erige como el paradigma de esta práctica, ilustrando cómo la creación puede ser un ritual de reintegración con la memoria, la tierra y el yo fracturado.

La esencia de este fenómeno radica en la internalización del proceso creativo como algo profundamente simbólico y catártico. El simbolismo no se aplica a posteriori como una capa de significado, sino que es consustancial al acto. Cada material, cada gesto, está elegido por su resonancia arquetípica. Para Mendieta, el plasmar la silueta de su cuerpo en el paisaje usando la naturaleza, no es “hacer una escultura”; está realizando una ceremonia de pertenencia. El ritual, en su repetición obsesiva a lo largo de 12 años, actúa como un mantra físico, una forma de grabar en el mundo y en su propia psique una identidad que el exilio había fracturado. La catarsis emerge de esta confrontación física y simbólica con el trauma. El arte se vuelve el espacio donde conectar con el dolor, la pérdida y la nostalgia para, mediante la acción ritual, exorcizarlos y transmutarlos en una nueva fuerza. La obra de la artista se erige como el paradigma perfecto para descifrar esta poderosa unión.

El exilio traumático que Mendieta vivió de niña, alejada de su Cuba natal, marcó el núcleo de su práctica artística. Su célebre serie Silueta (1973-1985) es el registro de un ritual de sanación y reintegración. Al plasmar la forma de su cuerpo, o su ausencia en la tierra, utilizando materiales efímeros como flores, sangre, pólvora o barro, Mendieta ejecutaba una ceremonia personalísima. Su cuerpo se convertía en altar y herramienta, en el vehículo para reconectarse con un universo del que se sentía desgajada. “Mi arte es la forma en que reestablezco los lazos que me unen al universo”, declaró. Esta acción no busca la contemplación en una galería; era un acto necesario, una acción contra la desmemoria y el desarraigo.

El carácter efímero de sus obras es fundamental para su lectura ritualística. Las siluetas eran devoradas por la marea, borradas por la lluvia o arrastradas por el viento. Esta aceptación de la desaparición es inherente a todo ritual: su poder no está en la permanencia física, sino en la transformación simbólica que opera en el participante. La fotografía y el video funcionan así como documentos sagrados, testigos de un evento que ya ocurrió y cuyo significado perdura más allá de la materia. Su arte se convierte en un ritual moderno que responde a las mismas pulsiones que los antiguos: el anhelo de pertenencia, el diálogo con lo natural como fuerza sagrada, la cicatrización de las heridas y la acción.

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