La última semana del año, el estudio está más silencioso de lo habitual. No porque esté vacío, sino porque hay cosas que ya no piden ser tocadas. Papeles a medio usar, pinceles con restos secos de color, una taza olvidada con té frío. Afuera, la luz entra de lado, más baja, como si también estuviera cansada. Me muevo despacio, no por cuidado, sino porque el cuerpo parece saber que algo se está cerrando sin necesidad de anunciarlo.
Diciembre suele venir acompañado de balances, listas, aprendizajes. Como si el tiempo, para tener sentido, necesitara entregarnos una moraleja clara: esto fue lo bueno, esto lo malo, esto lo que hay que corregir. Pero hay años —y este es uno de ellos— que no se dejan resumir. Años que no caben en una frase inspiradora ni en un gesto de optimismo forzado. Años que se sienten más como una acumulación de capas que como una línea recta.
Pienso en cómo, históricamente, hemos querido domesticar el tiempo. Los calendarios agrícolas, los rituales de cierre, las fiestas del solsticio, incluso los propósitos modernos de año nuevo: todos intentos por marcar un antes y un después, por decir “hasta aquí”. Sin embargo, el cuerpo rara vez obedece esos cortes simbólicos. El cansancio no se reinicia el 31 de diciembre. Las preguntas no entienden de calendarios.
Hay algo incómodo en la exigencia de cerrar con sentido. En el arte, en la vida, incluso en el duelo. Como si toda experiencia tuviera la obligación de enseñarnos algo claro, algo útil, algo comunicable. Pero muchas veces lo que queda no es una lección, sino una sensación difusa: una presión en el pecho, una nostalgia sin nombre, una imagen que vuelve sin avisar. Eso también es experiencia, aunque no sepamos qué hacer con ella.
Walter Benjamin hablaba de la experiencia que no se transmite fácilmente, aquella que no se convierte en relato ejemplar. Pienso en eso mientras observo una mancha de pintura en el suelo del taller, una que no recuerdo haber hecho. No sé de qué día es, ni qué estado de ánimo la produjo. Está ahí, sin explicación, y sin embargo contiene algo del tiempo vivido. No necesita justificarse.
Cerrar el año sin moraleja implica aceptar que no todo se ordena, que no todo se entiende a tiempo. Que hay procesos que siguen abiertos, heridas que no se cierran con una frase, ideas que apenas empezaron a tomar forma. Implica también resistirse a la narrativa de la mejora constante, esa que nos pide ser versiones optimizadas de nosotras mismas cada enero.
En los márgenes —en lo que no se publica, no se exhibe, no se nombra— suele habitar una verdad más honesta. Lo invisible no porque sea irrelevante, sino porque aún no encuentra lenguaje. Ahí están los gestos pequeños: aprender a detenerse, sostener una pregunta sin resolverla, aceptar el silencio como parte del proceso. No todo lo valioso hace ruido.
Mientras escribo esto, se escucha el sonido lejano de fuegos artificiales de algún ensayo anticipado. El contraste es fuerte: afuera, la urgencia de celebrar; adentro, una quietud espesa. Ninguna de las dos cosas es falsa. Ambas coexisten. Tal vez cerrar el año no sea elegir una, sino permitir que esa tensión exista.
No sé qué moraleja dejará este tiempo cuando pase más distancia. No sé si habrá una lectura clara más adelante. Por ahora, solo puedo registrar lo que se siente: un cansancio que no es derrota, una incertidumbre que no es vacío, una pausa que no es renuncia.

