Kristel González

El desgaste y la sobreexposición

La primera vez que vemos una imagen nueva, se activa un circuito profundo de curiosidad y emoción. Con cada repetición, esa respuesta se atenúa

En la historia de la humanidad, las imágenes han funcionado como un lenguaje primordial. Antes que las palabras, estuvieron los trazos, los cuerpos pintados, las figuras talladas sobre piedra. Cada una de esas formas cargaba un significado que no necesitaba explicarse: un símbolo es, en esencia, una experiencia condensada. Sin embargo, incluso las imágenes más potentes pueden perder su brillo cuando se vuelven demasiado visibles. Este ensayo explora ese fenómeno, el desgaste simbólico, desde una mirada estética y meditativa, intentando comprender por qué aquello que alguna vez nos conmovió puede, con el tiempo, volverse casi invisible.

Un símbolo es una imagen que concentra más de lo que muestra. Para Mircea Eliade, lo simbólico es una puerta hacia lo que nos trasciende; para la semiótica contemporánea, es un contenedor de sentidos múltiples; para cualquier persona que contempla una obra de arte, es una huella que toca algo íntimo. Pero para que esa huella exista, el símbolo necesita cierta distancia. Necesita ser visto con atención, no con prisa; necesita ser encontrado, no empujado hacia nosotros por algoritmos, publicidad o modas. Cuando una imagen aparece solo en momentos significativos, su poder se conserva. Cuando aparece en todas partes, se vuelve un ruido más del paisaje visual.

En nuestra época, las imágenes se multiplican sin límite. Una pintura que alguna vez nos estremeció puede aparecer miles de veces en redes sociales, en tazas, en cuadernos, en estampas. Esa repetición no es inocente: transforma la percepción. Roland Barthes ya decía que la repetición convierte una imagen en mito; hoy podríamos agregar que la repetición sin pausa la convierte en decoración.

La neurociencia ofrece una explicación sencilla: el cerebro se acostumbra. La primera vez que vemos una imagen nueva, se activa un circuito profundo de curiosidad y emoción. Con cada repetición, esa respuesta se atenúa. Lo extraordinario se vuelve ordinario. Es así como símbolos poderosos comienzan a perder fuerza. No porque hayan dejado de significar, sino porque el ojo ha dejado de escuchar.

La sobreexposición provoca un fenómeno más profundo que la simple “costumbre”: provoca un vaciamiento de sentido. Una imagen desgastada se vuelve una superficie sin profundidad, un gesto estético sin raíz. Esto explica por qué símbolos que nacieron en contextos de resistencia, espiritualidad o dolor, al circular masivamente como objetos de consumo, pierden su densidad emocional.

El mercado cultural contribuye a esto, pues convierte cualquier forma poderosa en mercancía. Pero el desgaste no es solo culpa del mercado: es un mecanismo cultural. Cuando demasiadas miradas se posan sin atención sobre una misma imagen, esta se vuelve transparente. El símbolo ya no interpela; solo adorna.A pesar de este desgaste, los símbolos no están condenados a desaparecer. Pueden regenerarse. El arte contemporáneo, especialmente el latinoamericano, con su tradición de cuerpo, territorio y espiritualidad, ha mostrado que los símbolos se reactivan cuando vuelven a tocar la experiencia humana concreta.

Una imagen vuelve a tener fuerza cuando regresa al cuerpo: cuando se borda, se moldea, se pinta con una mano que recuerda. La artesanía, el arte textil, la cerámica reparada, la acuarela íntima, las prácticas rituales y performáticas restituyen la dimensión encarnada del símbolo. Al volver a hacer la imagen, se vuelve a pensar. Al volver a pensarla, se reanima su sentido. En términos estéticos, podríamos decir que la materialidad salva al símbolo: lo hace tangible, lento, íntimo. Lo rescata del ruido.

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