Crear no es un acto puramente mental. Es, ante todo, una experiencia corporal, un modo de estar en el mundo. En los procesos artísticos, el cuerpo actúa como un territorio donde convergen memoria, emoción, intuición y pensamiento. Cuando una persona que vive la creatividad como forma de autoconocimiento transita entre la escritura, la pintura, el bordado o el grabado, no lo hace por azar ni por búsqueda de novedad, sino porque cada medio responde a una necesidad sensorial y emocional distinta. Cada lenguaje artístico se convierte en una extensión del cuerpo, una manera específica de traducir lo que habita en su interior.

La teoría de la cognición encarnada plantea que el pensamiento no se origina solo en la mente, sino en la interacción entre cuerpo, entorno y emoción. Filosófas como Maurice Merleau-Ponty y Judith Butler abordaron, desde distintas perspectivas, esta idea de la corporalidad como lugar donde el significado se encarna y se manifiesta. Merleau-Ponty entendía la percepción como un diálogo constante entre el cuerpo y el mundo: no vemos con los ojos, sino con todo el ser. Desde esa premisa, el arte deja de ser una representación y se vuelve una prolongación de la experiencia corporal.

La psicología humanista y existencial, de figuras como Carl Rogers, también sugiere que el acto creativo es una forma de integración del ser. Rogers afirmaba que la creatividad surge cuando el individuo está en contacto con su experiencia interna, permitiéndose expresarla sin censura. Esa libertad de flujo es lo que posibilita moverse entre distintos lenguajes: el creador escucha lo que necesita comunicar y elige el medio más honesto para hacerlo. No hay jerarquías entre técnicas, sino correspondencias entre estados internos y lenguajes sensibles.

Luce Irigaray exploró cómo el cuerpo y el lenguaje se entrelazan en la experiencia femenina, afirmando que el pensamiento y la expresión están marcados por la respiración, el ritmo y la relación con lo otro. Desde esa mirada, el fluir entre formas de creación puede entenderse también como un modo de resistir a las estructuras rígidas del lenguaje patriarcal o racional, abriendo espacio a lenguajes más fluidos, corporales y afectivos. En ese sentido, bordar, pintar o escribir no son solo técnicas, sino modos de existencia que permiten habitar el mundo desde diferentes sensibilidades.

En la experiencia estética, el cuerpo no solo ejecuta: siente, percibe y reacciona. Los artistas cambian de medio, porque cada práctica convoca una forma distinta de presencia. El cuerpo sabe qué necesita antes de que la razón lo comprenda: a veces exige silencio y palabra; otras, movimiento y color.

El psicoanálisis, por su parte, ha mostrado cómo los lenguajes simbólicos permiten que lo inconsciente se exprese de manera indirecta. Donald Winnicott, por ejemplo, habló del espacio transicional como ese territorio entre la realidad interna y externa donde surge el juego y la creación. Fluir entre diferentes expresiones artísticas podría leerse como un movimiento dentro de ese espacio: un juego necesario entre mundos, donde el cuerpo encuentra la forma justa de traducir lo indecible.

Así, la práctica artística se convierte en una forma de autoescucha corporal. Cada medio es una respuesta del cuerpo a lo que vive. La escritura puede sanar desde la comprensión; la pintura, desde la liberación del gesto; el bordado, desde la paciencia del hilo que repara. En esa multiplicidad no hay contradicción, sino un mapa de caminos posibles.

Fluir entre expresiones es, entonces, un acto de honestidad con el propio ritmo vital.

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