La expresión “creatio ex nihilo” proviene del latín y significa literalmente crear desde la nada. En su raíz teológica, el término remite al acto divino de dar origen al mundo sin materia previa, sin tiempo, sin causa aparente. La teología judeocristiana afirmó que Dios creó el universo ex nihilo, estableciendo así no sólo la existencia de la materia, sino del tiempo mismo. Antes de la creación no había tiempo, pues “nada existía antes de la creación”. Esta afirmación encierra una paradoja: ¿cómo pensar un origen sin punto de partida, un principio sin antecedente? Los filósofos, desde Aristóteles hasta Tomás de Aquino, buscaron conciliar la noción de un acto creador absoluto con la lógica humana del devenir. Si el tiempo y el ser comienzan con la creación, entonces crear no puede entenderse como un evento dentro del tiempo, sino como un acto fundacional, un misterio que da lugar a toda posibilidad de pensar, sentir y existir.
El pensador Charles Lachelier señaló que el concepto religioso de creación no equivale al concepto de un principio: el primero se refiere a una dependencia ontológica, a un ser que continuamente es sostenido por su origen. Algunos teólogos, como Louis Bouyer, consideraron incluso que la creación no se dio en un instante inicial, sino que constituye una situación permanente, una relación viva entre el Creador y lo creado. Desde esta mirada, el mundo no fue hecho una vez, sino que se hace a cada instante, sostenido por la energía de su fuente invisible.
Trasladar este concepto al ámbito humano (al terreno del arte, de la imaginación, de la invención) es abrir una pregunta profunda: ¿puede el ser humano crear ex nihilo? En apariencia, todo lo que el hombre crea proviene de algo previo: la materia, el lenguaje, la memoria, la experiencia sensible. Ningún artista ni pensador crea en el vacío; toda forma nace de un fondo, de una herencia cultural, de una emoción o un sueño. Sin embargo, el impulso creativo se vive, muchas veces, como si emergiera de la nada. El escritor o el pintor experimentan un instante de revelación donde algo se manifiesta sin aviso, sin causa reconocible. Es en ese destello donde el mito del creador ex nihilo adquiere sentido simbólico: representa la vivencia del origen, la aparición súbita de algo que no estaba antes, ni en el mundo ni en la conciencia.
Fichte afirmaba que la creación es algo tan radicalmente distinto que “no puede pensarse ordenadamente” (lässt sich gar nicht ordentlich denken). Esta imposibilidad racional es lo que confiere a la creatividad su dimensión sagrada. Crear, en su sentido más profundo, es atravesar el umbral del pensamiento lógico, permitir que el vacío se exprese. El artista, en ese momento, no “inventa” algo, sino que descubre algo que lo trasciende, como si escuchara una voz anterior al lenguaje. En ese sentido, la creatividad humana es un eco de la creación divina: no hace surgir el ser, pero sí revela su misterio. La diferencia entre la creación divina y la creación humana no radica sólo en la magnitud, sino en la naturaleza del acto. Dios crea el mundo; el ser humano crea significado. Uno inaugura la existencia, el otro la interpreta. Mientras la divinidad produce el ser, el artista produce sentido, reordena la experiencia, transforma lo conocido en símbolo. Así, aunque el hombre no pueda crear desde la nada, sí puede hacer visible lo invisible, dar forma a lo inefable.