El color azul ha sido siempre uno de los favoritos, tal vez por su asociación con el cielo y con el mar, al que además se le han atribuido diversos significados: paz, serenidad, fidelidad, sabiduría, etc. Actualmente existen más de 100 tonalidades de azul; sin embargo, en la antigüedad era un color muy difícil de conseguir, los pintores lo tenían que preparar combinando diversos elementos naturales como plantas, animales o rocas, logrando tonalidades poco realistas y oscuras debido a su difícil extracción de materiales naturales. Es hasta la Edad Media cuando llega a Europa el lapislázuli, piedra semipreciosa de color azul ultramarino con leves destellos dorados, de gran importancia en el antiguo Egipto, donde se le asociaba con la idea de divinidad y es posible encontrarla en máscaras mortuorias de faraones y en escarabajos sagrados.
En la historia del arte encontramos numerosas pinturas realizadas con azul de Prusia, entre ellas: Rural Feast, de Antoine Watteau; El gran canal, de Canaletto; El banquete de Cleopatra, de Giovanni Battista Tiepolo; El columpio, de Jean-Honoré Fragonard; la famosa estampa japonesa La gran ola de Kanagawa, de Katsushika Hokusai; La noche estrellada , de Vincent Van Gogh; Retrato de Mrs. Siddons, de Thomas Gainsborough; Retrato de María de los Dolores Collado y Echagüe, de Vicente Palmaroli González; e Historia del caballo de ébano, de Marc Chagall.
En literatura se menciona en la novela del destacado escritor Theodor Fontane, Frau Jenny Treibel (1892), representativa del realismo literario alemán, en la que la familia de la protagonista posee una fábrica de este pigmento. En 1847 Mauricio se convirtió en la primera colonia británica y quinto país a nivel mundial en emitir sellos postales: el Red Penny, de 1 penique, y el Blue Penny, de dos peniques, éste último en color azul de Prusia, las cuales son actualmente las estampillas más famosas y raras. Sólo se conoce la existencia de una docena del Blue Penny por lo que ha alcanzado precios por encima del millón de libras en las subastas.
El azul de Prusia marcó un hito no solamente en la historia del arte, sino en la historia de la humanidad, al pintar su característico color en las paredes de las cámaras de gases en las que se usaba el Zyklon B, ácido cianhídrico o ácido prúsico, que posee esencialmente la misma composición química del conocido Azul Prusia al combinarse con hierro, por lo que ha quedado como un testigo de los horrores cometidos por el nazismo en el Holocausto y una prueba irrefutable de esas masacres frente a los negacionistas.
Pero vayamos al inicio de esta historia; todo comenzó en el año 1706. Al menos así lo estiman los historiadores. Johann Conrad Dippel era un teólogo pietista, químico y médico alemán que vivía en el castillo de Frankenstein. Supo sembrar ciertas controversias —hasta fue encarcelado por sus creencias— al tomar el camino de la alquimia. Buscaba convertir metales comunes en preciosos, pero en un momento se lanzó hacia un objetivo mayor: lograr el “elixir de la vida”. (Se dice que posiblemente inspiró a Mary Shelley).
La historia empieza de forma muy ambiciosa, pero claro que Dippel no logró su brebaje mágico; por el contrario, consiguió una bebida espantosa con un sabor y olor tan desagradables que “durante la Segunda Guerra Mundial fue usado para hacer el agua imbebible y deshidratar al enemigo”, cuenta la periodista Dalia Ventura.