Kristel González

Arte y realidad

La mímesis es un acto de conciencia: una forma de situarnos frente al mundo, de preguntarnos qué vemos, qué recordamos y qué deseamos transformar

En Historia de seis ideas, Wladyslaw Tatarkiewicz recuerda que la mímesis —esa palabra que atraviesa siglos— nunca significó simplemente copiar la realidad. Su sentido, afirma, es más profundo y más inquieto: es la manera en que el arte se relaciona con lo real, no una fotografía antigua de lo que existe, sino un diálogo que cambia con cada época y cada artista. La mímesis no es reflejo, sino interpretación; no es espejo, sino umbral.

Desde los griegos, que entendían la imitación como una aspiración al ideal, hasta los artistas del Renacimiento obsesionados con la precisión óptica, la historia del arte muestra que lo real nunca fue un punto de llegada, sino un punto de partida. Lo que Tatarkiewicz subraya es que la “copia” es apenas una de las formas posibles de relación: el arte también selecciona, exagera, transforma, filtra. En otras palabras, cada obra es una traducción, y toda traducción es ya una forma de invención.

Cuando observamos el arte contemporáneo, esa premisa adquiere un giro radical: hoy la relación con la realidad no se limita a representarla, sino que la interroga, la fractura, la cuestiona e incluso la reconstruye desde materiales simbólicos, digitales o conceptuales. En lugar de imitar el mundo, muchos artistas configuran mundos alternos, expanden lo real o señalan sus fisuras. La mímesis se ha vuelto un proceso activo, casi performativo: ya no muestra lo que vemos, sino lo que nos atraviesa.

El arte digital, por ejemplo, no reproduce la realidad, sino que la sintetiza y la distorsiona. Sus paisajes simulados evocan un mundo que se parece al nuestro, pero que no existe en ninguna geografía: es una realidad latente, una posibilidad. El arte conceptual hace algo distinto: renuncia a lo visual para pensar lo real desde el lenguaje, la idea, el gesto. Y en la instalación o el performance, la realidad se convierte en experiencia: el cuerpo, el tiempo y el espacio son los materiales con los que se modela lo posible.

Tatarkiewicz explicaría esto como una ampliación del campo mimético. La mímesis ya no está sólo en la semejanza formal, sino en la correspondencia emocional, simbólica y experiencial. El arte contemporáneo imita aquello que no puede verse: sensaciones, tensiones sociales, memorias, imaginarios, heridas. Imitar, entonces, es también hacer visible lo invisible.

Hoy la realidad no es un modelo estable, sino un territorio movedizo. Por eso el arte actual se permite ser ambivalente: puede ser espejo, pero también grieta; puede ser registro, pero también profecía. Entre la saturación de imágenes, la fragmentación de la experiencia y la hiperconectividad, los artistas no sólo representan el mundo: lo decodifican, lo reescriben, lo cuestionan. En esta época, mímesis significa comprender que la realidad es múltiple y que toda representación es ya una postura crítica.

Quizá por eso el arte contemporáneo insiste tanto en las emociones, en los cuerpos y en los símbolos. En un mundo donde todo parece reproducirse infinitamente, la mímesis más significativa es aquella que logra transformar lo real en sentido. No se trata de copiar el bosque, sino de revelar lo que sentimos frente a él; no de imitar un rostro, sino de comprender su silencio. La mímesis es ahora un acto de conciencia: una forma de situarnos frente al mundo, de preguntarnos qué vemos, qué recordamos y qué deseamos transformar.

Así, desde Tatarkiewicz hasta nuestros días, la historia de la mímesis es la historia de nuestra relación cambiante con la realidad. El arte, lejos de ser una imitación pasiva, es una búsqueda incesante por darle forma a lo que somos y a lo que aún no alcanzamos a comprender.

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