En la última década, el paisaje cultural ha cambiado drásticamente bajo la influencia de las redes sociales. Entre los fenómenos más visibles destacan las llamadas Instagrammable exhibitions, espacios diseñados para ser fotografiados, compartidos y consumidos visualmente en plataformas digitales. Estos entornos, muchas veces inmersivos, juegan con luces de neón, colores saturados, instalaciones monumentales y experiencias interactivas que parecen tener como principal objetivo la creación de un fondo perfecto para el selfie. Ante esto, surge la pregunta: ¿estamos frente a una nueva forma de arte adaptada a los códigos de la era digital, o ante un espectáculo comercial que reduce la creación artística a un producto de consumo rápido?
Uno de los debates centrales gira en torno a la manera en que estas exhibiciones transforman la relación del público con el arte. Mientras que la tradición museística promovía la contemplación silenciosa, la cercanía física a la obra y la reflexión pausada, las Instagrammable exhibitions privilegian la experiencia vivencial. Aquí, la obra no se observa a distancia; el visitante deja de ser espectador pasivo para convertirse en protagonista de la experiencia. Otro aspecto relevante es la accesibilidad que estas exhibiciones generan, ya que para un público que quizá nunca había visitado un museo, la promesa de una experiencia divertida, colorida y “fotogénica” funciona como puerta de entrada. Espacios como el Museum of Ice Cream en Nueva York o las salas de espejos de Yayoi Kusama han atraído a miles de visitantes jóvenes, muchos de los cuales se acercan por primera vez a una experiencia artistica.
Desde esta perspectiva, las Instagrammable exhibitions cumplen un papel democratizador: amplían el público del arte y lo integran a dinámicas cotidianas de ocio y entretenimiento. Aunque se pueda cuestionar la superficialidad de la visita, no deja de ser significativo que nuevas generaciones reconozcan estos espacios como parte de su paisaje cultural, incluso si su motivación inicial fue la foto compartida en redes. No obstante, este acceso más amplio también conlleva una tensión evidente: la mercantilización del arte. Muchas de estas exhibiciones nacen más como producto turístico que como propuesta estética. Las entradas suelen tener costos elevados, las experiencias están cronometradas y todo el recorrido se encuentra diseñado para maximizar la circulación de imágenes en redes. El arte, en este sentido, corre el riesgo de convertirse en mercancía espectacular, en “escenografía” para el consumo digital.
Aquí la pregunta es si este modelo desplaza la función social del arte. ¿Puede seguir considerándose arte un espacio concebido principalmente para la venta de boletos y la viralidad en Instagram? ¿O estamos frente a una nueva modalidad de industria cultural donde la experiencia estética y la lógica del mercado son inseparables?
Un elemento novedoso es el rol de las redes sociales como agentes de curaduría. Hoy, el algoritmo tiene más poder de convocatoria que un crítico o un curador especializado. Aquello que se vuelve tendencia en Instagram o TikTok condiciona qué exposiciones se producen, qué artistas son convocados y qué estéticas se privilegian. La lógica de la viralidad sustituye a la lógica del canon. Esto plantea un doble filo: por un lado, abre espacio a propuestas innovadoras que, sin necesidad de la validación institucional, logran captar públicos masivos. Por otro, impone un modelo de producción cultural regido por métricas de popularidad más que por criterios de profundidad artística o relevancia histórica. Finalmente, la gran pregunta: ¿estas exhibiciones son un arte superficial, diseñado para la foto, o una manifestación legítima de nuestra época digital?
Para los críticos, se trata de una banalización, una reducción del arte a fondo de pantalla. Se privilegia lo inmediato, lo espectacular, lo fácilmente reproducible, en detrimento de la reflexión y la crítica. Sin embargo, los defensores argumentan que el arte siempre ha respondido a su tiempo, y que hoy, en una sociedad regida por pantallas, redes y consumo visual, estas experiencias son un reflejo genuino de la cultura contemporánea.Quizá no se trata de elegir entre arte o espectáculo, sino de aceptar que estamos ante un híbrido. Un fenómeno que cuestiona nuestras formas de ver, de interactuar y de validar la experiencia artística. Tal vez el arte, como siempre, se reinventa en diálogo con los medios de su tiempo, y hoy esos medios se llaman Instagram y TikTok.