La noción de creación artística, durante siglos asociada al genio individual y a la unicidad de su trazo, comenzó a transformarse en el siglo XX con el arte conceptual. Un momento decisivo fue la obra de Sol LeWitt, quien planteó que la idea era más importante que la ejecución y que el artista debía pensarse como un arquitecto de sistemas más que como un artesano. Su tránsito de instrucciones escritas a realizaciones en muro anticipó lo que hoy reconocemos como arte generativo: un proceso donde la máquina actúa como intérprete fiel de un concepto.

En sus célebres Párrafos sobre arte conceptual (1967), LeWitt estableció un marco en el que las reglas generativas eran el verdadero núcleo de la obra. Sus “Wall Drawings”, compuestos de simples indicaciones como “líneas verticales, no rectas, espaciadas uniformemente”, demostraban que lo esencial era el sistema, no la materialidad final. En este esquema, los asistentes no eran coautores sino ejecutantes, y la obra existía como un “algoritmo mental” capaz de producir infinitas variaciones dentro de los límites del sistema definido, anticipando el potencial creativo de los algoritmos digitales.

El salto de las instrucciones en lenguaje natural al código computacional fue una evolución tecnológica natural. Lo que LeWitt hacía con frases y asistentes humanos, los artistas digitales contemporáneos lo realizan con algoritmos y computadoras. El algoritmo es la materialización más pura de la instrucción lewittiana: un conjunto de reglas precisas, inequívocas y lógicas diseñadas para generar un resultado. Artistas como Casey Reas (cocreador de Processing), Manfred Mohr o Vera Molnar no “pintan” píxeles; diseñan sistemas. Crean código que define un espacio de posibilidades estéticas, y luego dejan que la máquina ejecute el programa, generando visuales, sonidos o formas irrepetibles en cada iteración.

La computadora, sin embargo, es un ejecutante infinitamente más rápido y complejo que cualquier asistente humano. Puede manejar variables en una escala inalcanzable para la mente humana, introduciendo azar controlado —como números aleatorios dentro de un rango— y produciendo resultados que incluso el propio artista-programador no puede prever. En este sentido, la idea de LeWitt alcanza su extremo lógico: el artista se convierte en diseñador de sistemas que, una vez puestos en marcha, poseen una autonomía creativa parcial. La autoría se divide entre el arquitecto del sistema y el propio sistema en funcionamiento.

Hoy, con la llegada de la inteligencia artificial, el arte generativo ha adquirido una nueva dimensión. Herramientas como DALL·E, Midjourney o Stable Diffusion permiten a cualquier usuario escribir una instrucción simple y obtener imágenes de alta complejidad visual. En la música, proyectos como AIVA o artistas como Holly Herndon exploran composiciones generadas por algoritmos. En la literatura y el cine surgen narrativas abiertas, donde un modelo puede sugerir múltiples desenlaces. Estos sistemas democratizan el acceso creativo, pero también plantean debates: ¿quién es el verdadero autor?

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