Hay objetos que parecen insignificantes, pero que en su sencillez guardan una parte entrañable de nuestra historia. En muchas cocinas mexicanas, las cajitas amarillas de Cerillos La Central formaron parte de la rutina cotidiana: encendían el fuego del día, acompañaban las conversaciones y, sin saberlo, se volvieron parte de mi vida.
Más allá de su función práctica, estas pequeñas cajas fueron auténticos portales visuales. En sus reversos aparecían obras de grandes pintores mexicanos y extranjeros, paisajes, retratos y escenas que llevaban el arte a todos los rincones del país. En una época en que pocos podían visitar museos, las imágenes de La Central se convirtieron en galerías domésticas que viajaban en los bolsillos y cajones de las casas.
Desde 1940, los Cerillos La Central fueron considerados “la caja de cerillos más importante del mercado”, no solo por su diseño, sino porque en ellos se imprimió una parte de la memoria visual de México. Aquella época dorada de la filumenia (el arte de coleccionar cerillos) permitió que más de un centenar de pintores nacionales fueran conocidos por el público, entre ellos paisajes que muchos guardamos en la memoria: montañas azules, volcanes dormidos, valles cubiertos de neblina.
Entre esos recortes y miniaturas, muchas infancias aprendieron a mirar el mundo con curiosidad. En mi caso, fue mi abuela quien, sin proponérselo, me enseñó a descubrir la grandeza en lo diminuto: cada mañana en su casa en el campo, después de que se regresaba de ordeñar a las vacas; para prender el fogón y empezar a cocinar el desayuno se usaban estos cerillos. En lugar de solo tirar la caja a la basura, ella coleccionaba las cajas de cerillos, las pegaba con cuidado en un cuaderno y me mostraba, una a una, las pinturas que guardaban.
Mi abuela tenía la costumbre de guardar pedacitos del mundo en un cuaderno, no solo las imágenes de las cajas de cerillos, también de revistas o periódicos que llegaban de mis tíos que trabajaban en la ciudad. Sabía tanto sobre culturas, paisajes y costumbres que, sin proponérselo, se convirtió en mi primera maestra de arte. Entre sus tesoros había recortes de José María Velasco y retratos de mujeres de Jesús Helguera; cada imagen era una ventana a un tiempo que yo apenas comprendía, pero que ella me ayudaba a imaginar.
Nos sentábamos en la orilla de su cama, siempre en las noches a escondidas cuando habían acabado las tareas del hogar y podíamos escapar a nuestro pequeño espacio juntas, y pasábamos las páginas con cuidado. Era nuestro secreto. Nadie más sabía de esas noches donde el mundo cabía en un cuaderno, ni de nuestras conversaciones sobre si el Dr. Atl pintaba lavas que realmente ardían y podrías sentir en su color el calor que emanaban los volcanes, o si los juguetes que María Izquierdo retrataba se parecían a los míos. Esos momentos eran solo nuestros: íntimos, lentos y llenos de una curiosidad compartida.
Sin saberlo, mi abuela estaba alimentando la mente de una pequeña niña que algún día se convertiría en artista. Me enseñó que la identidad se cuida, que lo simple puede tener un brillo infinito, y que vale la pena guardar lo que amamos, aunque nadie lo entienda.