El asesinato del alcalde Carlos Manzo en Uruapan, una de las regiones más golpeadas por el crimen organizado, desató movilizaciones que muestran una indignación aún viva. Pero también revelan algo más complejo: se han generado ciclos donde la protesta y el hartazgo conviven sin transformar las estructuras que los originan. La violencia se ha naturalizado no por ausencia de reacción, sino precisamente porque las reacciones, al repetirse, se integran como parte del orden social.
La violencia estructural —aquella que opera a través de instituciones, discursos y prácticas normalizadas— obliga a mirar más allá. Manzo no murió en el vacío: su muerte está inscrita en una historia de desigualdad e impunidad que define quién violenta y quién padece sin poder cuestionarlo. Cuando los límites entre lo político y lo criminal se difuminan, la violencia no solo genera muerte: organiza la vida misma.
Toda crueldad comunica algo: expresa y refuerza órdenes de dominio, territorio y pertenencia. El homicidio de Manzo no es sólo un crimen; inscribe un mensaje sobre los límites del poder, sobre quién controla los espacios, quiénes importan y quiénes pueden ser desechados. Las movilizaciones que le siguieron son reacciones a este mensaje, intentos de resistencia frente a la imposición de un orden que se pretende inevitable. Y aunque legítimas y necesarias, enfrentan el riesgo de quedar atrapadas en un bucle de duelo y rabia que no logra quebrar la estructura que lo origina.
Aquí reside la paradoja: la repetición del ciclo —violencia, indignación, movilización, nueva violencia— tiende a naturalizarse. Esto no solo produce muertes; reconstituye las estructuras simbólicas que la legitiman. Cada acto de crueldad, al ser respondido con protesta, se integra paradójicamente como parte de su funcionamiento “normal”.
Las sociedades producen desigualdades mediante sistemas de clasificación que hacen parecer naturales las jerarquías sociales. Este mecanismo opera también en la violencia: no todos somos vulnerables de la misma manera, no todas las muertes generan igual reacción, no todas las zonas son igualmente protegidas. Uruapan encarna esta lógica.
Sin embargo, el hartazgo, lejos de ser resignación, puede ser síntoma de vitalidad política. Cuando la protesta deja de ser ritual y se convierte en exigencia de transformación, cuando la sociedad se niega a aceptar los mensajes del miedo, surge una grieta. Nombrar la violencia, denunciar sus mecanismos, resistir su normalización es ya una forma de romperla. El ciclo puede interrumpirse si dejamos de ser sus destinatarios pasivos.
Romper ese ciclo no depende sólo del dolor, sino de reconocer que la violencia, cuando se naturaliza, deja de ser excepción y se vuelve política de lo cotidiano. Tal vez Uruapan no sea el fin de esta historia, pero sí un lugar donde la indignación puede volverse conciencia, y el miedo, decisión.
Doctor, docente e investigador de la Universidad Autónoma de Querétaro

