Hace unos días, mientras esperaba mi café en una pequeña cafetería de una zona habitacional muy reconocida y gentrificada en esta ciudad, entró un hombre ya entrado en edad (al parecer estaba entrando en sus 60) con ropa de trabajo manchada de pintura. Pidió un expresso doble, lo pagó en efectivo y se sentó en silencio junto a la ventana. A su lado, dos jóvenes con portátiles se miraron entre sí con cierta incomodidad. Uno comentó en voz baja: “Debe ser albañil o algo así”. Lo dijo sin malicia, pero con ese tono que encierra una distancia invisible y a veces lastimosa.

Minutos después, el hombre de la pintura se levantó, se acercó al mostrador y le pidió a la barista si podía usar un enchufe “para conectar la compu”. Abrió un viejo portátil lleno de calcomanías de diversos lugares -supongo que había visitado muchos de ellos-, que se asomaban en el respaldo de su pantalla; ya en su lugar comenzó a revisar planos. Resultó ser arquitecto independiente, con varios proyectos de rehabilitación de vivienda social y con grupos de becarios esperando conectarse a una reunión zoom para la que ya iba tarde.

Me quedé pensando en cuántas veces hacemos eso: clasificar a las personas por lo que parecen, no por lo que son. Lo hacemos por reflejo, por costumbre, por pereza mental. Pero al hacerlo, nos perdemos la oportunidad de ver lo mejor del otro, de aprender algo nuevo, de ampliar nuestro mundo. Y por qué no decirlo, de ser más empáticos con nuestros semejantes.

Ver lo bueno en los demás no es una cuestión de suerte; es una competencia personal que se puede desarrollar. Requiere autocontrol para no dejarse llevar por la primera impresión, curiosidad genuina para interesarse en el otro, y empatía para reconocer que todos cargamos historias que no se ven.

También exige escucha activa, esa forma de atención que va más allá de oír palabras: se trata de entender emociones, contextos, matices. Y por supuesto, humildad, porque reconocer el valor ajeno es, de algún modo, admitir que no lo sabemos todo.

Vivimos en una sociedad que juzga rápido y olvida lento. Que valora la apariencia antes que la esencia. Pero si uno se detiene a observar con calma, descubre que hay bondad, talento y nobleza escondidos en las esquinas menos esperadas: en el chofer que te espera sin reclamar, en la señora que sonríe aunque el día haya sido largo, en el colega silencioso que siempre cumple sin hacer ruido.

Tal vez necesitamos reaprender a mirar. No para idealizar, sino para entender. Porque detrás de cada gesto, de cada rostro, hay una historia que pide ser escuchada sin filtros ni etiquetas, más aún que debemos voltear a ver en realidad.

Este martes #DesdeCabina, te invito a practicar esa forma de ver que nace del respeto y la curiosidad. Esa que no se deja llevar por el brillo ni por el ruido, sino por la convicción de que todos —sin excepción— tenemos algo bueno que ofrecer. Y que descubrirlo, a veces, depende menos del otro… y más de nosotros.

@Jorge_GVR

Google News