Este martes, #DesdeCabina, quiero hablar de un valor que suele pasar inadvertido hasta que la vida nos lo exige: la organización. Cuando una comunidad enfrenta un reto —sea una inundación, un incendio, una crisis de salud o incluso una carencia cotidiana—, lo que marca la diferencia entre la desesperación y la esperanza es la capacidad de organizarse.
Las buenas intenciones abundan, pero sin estructura corren el riesgo de perderse. El filósofo griego Aristóteles decía que “la esperanza es el sueño del hombre despierto”. Y para que esa esperanza se vuelva acción, hace falta convertir la solidaridad en logística. De poco sirve que 100 personas quieran ayudar, si cada una lo hace por su cuenta sin coordinarse. La organización, en ese sentido, es el puente entre el corazón y la efectividad.
El papel de los líderes resulta clave. No hablo sólo de quienes ocupan un cargo público, sino también de los líderes comunitarios, de las y los voluntarios que dan el primer paso, de quienes alzan la voz y convocan. Son ellos quienes logran lo que en administración se llama “sinergia”: que el resultado del esfuerzo conjunto sea mucho mayor que la suma de las partes. Como decía Henry Ford: “Reunirse es un comienzo, mantenerse juntos es un progreso, trabajar juntos es un éxito”.
Las experiencias de apoyo en comunidades muestran prácticas que funcionan:
• Comunicación clara: definir mensajes simples sobre qué se necesita, dónde y cómo se puede apoyar.
• Tareas específicas: asignar responsabilidades concretas a grupos pequeños para evitar duplicidades.
• Transparencia: informar con claridad acerca de los recursos recibidos y cómo se distribuyen.
• Redes de colaboración: sumar a empresas, universidades, iglesias, asociaciones civiles, cada una con su fortaleza particular.
Estas prácticas no sólo aceleran la ayuda, también fortalecen el tejido social. Una comunidad que aprende a organizarse en la adversidad, queda mejor preparada para los retos del futuro.
Hay, además, un aspecto profundamente humano: la organización genera confianza. Cuando alguien recibe ayuda en medio de la incertidumbre, no sólo recibe un alimento, una cobija o un techo temporal; recibe también el mensaje de que no está solo. Como escribió Antoine de Saint-Exupéry, autor de El Principito: “Lo esencial es invisible a los ojos”. Y ese esencial es la sensación de pertenencia que se construye al ver que otros se preocupan y actúan de manera ordenada.
La organización no es un lujo, es una necesidad. En ella se juega la eficacia de la ayuda, pero también la dignidad de quienes la reciben. Porque una comunidad organizada no improvisa, no desperdicia recursos, no genera frustración; más bien, se convierte en un motor que inspira a otros a sumarse.
Finalmente, quiero hacer un paralelo con algo que a veces damos por sentado: la organización de eventos. Puede parecer trivial frente a una emergencia, pero en el fondo comparten la misma esencia. Un evento bien organizado —sea cultural, académico, deportivo o social— no es sólo un despliegue logístico: es la muestra de que detrás hay liderazgo, planeación, trabajo en equipo y cuidado por los detalles. Y lo mismo ocurre en las causas solidarias. Cuando la organización es buena, la experiencia de todos mejora.
Así que la próxima ocasión que participemos en una colecta, en una brigada o incluso en la planeación de un evento, recordemos que organizar no es sólo ordenar cosas: es multiplicar voluntades, dar dirección a la esperanza y convertir la solidaridad en una realidad palpable.