Las instituciones educativas, como los individuos y las organizaciones privadas, evolucionan, crecen, se desarrollan, y en ese camino viven experiencias felices y otras tantas dolorosas. En su devenir, en su camino hacia el desarrollo, se esperaría que los cambios en las organizaciones educativas fueran graduales y sobre todo planeados, identificados como un conjunto de acciones, que alineadas a los objetivos estratégicos y ejecutivos, permitan a la institución alcanzar el horizonte que ésta ha identificado como visión, ese momento o pináculo como organización y como agente de cambio en la sociedad y con los individuos.

Sin embargo, las cosas muy rara vez suceden como se planean, es decir, siempre existen imponderables que hacen que la ejecución de los planes de desarrollo se vean desviados durante su ejercicio, que las acciones o las personas responsables de su ejecución cambien o incluso que dichos planes se vean suspendidos por completo. Esto no significa que se desvíe el propósito de la institución, simplemente que se desplace en el tiempo ralentizando el trayecto hacia la visión.

Según Peter Senge, gurú del desarrollo organizacional e investigador del MIT Sloan School of Management, las organizaciones que aprenden, que se reinventan, que logran identificar su ADN y mantenerlo a lo largo del tiempo, son aquellas que sobreviven, aquellas que prevalecen. El término “organizaciones que aprenden” resalta la capacidad de una organización de conformar equipos de alto desempeño —grupo de individuos cuyo talento se pone al servicio de la institución con capacidad de auto aprendizaje y auto gestión—; remarca además la capacidad de la organización de introducir cambios, de lanzar nuevas ideas, de cambiar sus conductas, de perfeccionar continuamente las actividades que se realizan generando ambientes de retroalimentación y crecimiento individual y organizacional. Una institución que aprende se constituye como una comunidad en donde nuevos modelos mentales son probados, en donde todos aprenden de todos, en donde el nuevo conocimiento, sea del tipo que sea, se extiende y comparte con todos.

Ante los momentos sociales, económicos, políticos o tecnológicos de esta época, las organizaciones educativas están llamadas a erguirse como verdaderos pilares de la sociedad del conocimiento, como árboles cuyas raíces sean las ciencias y la tecnología, las humanidades y las artes, y de cuyas ramas se desprendan frutos que rescaten valores difuminados por la sociedad: la verdad, la paz, y el conocimiento al servicio de la humanidad, entre otros.

Con estas premisas de por medio, la prevalencia de las Instituciones de Educación Superior, depende de la rapidez con que puedan adaptarse a los cambios, de la resiliencia de su comunidad universitaria ante la incertidumbre y los cambios políticos, de la humildad con que se arropen los unos con los otros, de la sensatez con que abracen el conocimiento; depende además de la pertinencia de sus procesos y servicios, siempre de cara a la sociedad a quien deben de servir de manera directa e indirecta, obligándose conscientemente a ser mucho más que solo uno de los últimos eslabones en la cadena de la formación y florecimiento humanos.

Las Instituciones de educación superior que aprenden, son en última instancia aquellas que perduran, aquellas que transitan su curva de aprendizaje y consolidación sin perderse en el camino, sin olvidar sus funciones sustantivas, siempre buscando ser ese faro que guíe el desarrollo de las sociedades.

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